Una artista guatemalteca llamó a José Luis Cuevas (1931-2017) “gato macho” por tener los ojos verdes y el pelo rubio. Al publicar una selección de sus textos autobiográficos (728 páginas) en el Fondo de Cultura Económica, él les dio ese título, Gato macho, como lo explica en el prólogo firmado justamente en julio de 1994. Aquí las primeras líneas de ese río de recuerdos del artista plástico fallecido el pasado 3 de julio.


Todavía faltaban algunos años para que cumpliera la treintena y ya empezaba a ser famoso. Mi influencia pronto se dejaría sentir por toda América Latina. Dibujaba incesantemente. Dormía poco y desde entonces adquirí la costumbre de trabajar en donde estuviera. En cualquier hotel o casa de pensión organizaba un estudio. Siempre tenía obra para responder a la demanda. Leía, tomaba notas, me preparaba para nuevos viajes. Se me llamaba de América Latina para que diera conferencias. Frente a un espejo practicaba la oratoria. Había estudiado algún libro infame de Dale Carnegie, para aprender a hablar en público. Pretendía ser un ciudadano del mundo, pero me atormentaba mi incapacidad para dominar idiomas. Memorizaba palabras en inglés y francés con la intención de dar tonos internacionales a mis futuros discursos. Las gramáticas de idiomas extranjeros constituían para mí potros indomables. Con el tiempo hablaría otras lenguas, disparando tan sólo palabras sin ordenamiento alguno. Nunca aprendería a dominar los verbos y el pasado y el futuro no existían: siempre me expresaría en presente, o peor aún, en infinitivo, como Tarzán. Algo más me sucedía: a pesar de que en plena juventud ya estaba muy viajado, no le perdía el miedo a los aviones ni podía reprimir la angustia que me producía la movilidad. Nunca dominé el arte de arreglar maletas… El Cuevas antes de Cuevas lo evoco con nostalgia y afecto… Pero me pregunto: ¿Fui un muchacho feliz? Me respondo: lo dudo…

En el Palacio de Cortés de Cuernavaca vi por primera vez la obra de Diego Rivera. Dicen que me quedé frente a los murales por mucho tiempo mientras mis hermanos corrían por las escaleras y corredores. Que durante la comida en el Casino de la Selva estuve malhumorado y me negué a comer. Que antes de regresar a México pedí volver al Palacio de Cortés para ver de nuevo los murales… no consintieron mi capricho y me metieron al Pontiac que era el auto que se empleaba para viajar por carretera. Durante el trayecto mi abuelo habló de Diego Rivera, a quien calificó de comunista y pésimo pintor. Se refirió en forma despectiva a los murales de Cuernavaca y observó que Diego pintaba los dedos de los pies y de las manos como si fueran manojos de plátanos. Cuando llegamos a Topilejo ya estaba oscureciendo y nos detuvimos a tomar refrescos. Erguido, teniendo a mis pies una ciudad poco iluminada en esa época, anuncié a la familia que cuando fuera grande sería pintor como Diego Rivera. 

Novedades en la mesa

En su nuevo libro, El fulgor de la noche (Océano) Marta Lamas reflexiona acerca del comercio sexual y distingue entre el trabajo sexual y la trata de personas. La autora apoya su análisis en entrevistas con sexoservidoras.