Aunque no hay una clara conciencia, a veces por falta de conocimiento y otras por la abierta intención de ocultarlo, es un hecho que estamos insertos, desde principios de los años setenta, en la más profunda y más larga crisis que ha vivido el capitalismo en toda su historia. Por supuesto, esta crisis no solo ha tenido consecuencias económicas, sino también sociales, políticas y hasta culturales. Como se trata de una crisis estructural y global, las estrategias para intentar resolverla —todas fracasadas hasta el momento— han sido aplicadas por el gran capital financiero internacional, que es la fracción hegemónica de la burguesía, en el mundo en su conjunto y esto explica que muchos fenómenos económicos, políticos, sociales y culturales presenten similitudes en los más diferentes países, sin importar su nivel de desarrollo o su historia particular.

Como es sabido, una de las estrategias más significativas ha sido la implantación del neoliberalismo y de las reformas estructurales, de las cuales una de las más importantes ha sido el proceso de privatización, no solo de las empresas paraestatales industriales, comerciales y financieras, sino también de áreas como la infraestructura, es decir, carreteras, puertos, etcétera, y también de servicios como la educación, la salud o el suministro de agua, electricidad o telefonía y hasta la administración de penales o labores de policía.

En general, esa privatización de empresas o áreas obedeció a la necesidad de las burguesías, ante la caída de su tasa de ganancia —que es la gran causa de la crisis económica— de apropiarse de campos de inversión que les permitan la acumulación ampliada de capital. En el terreno político, sin embargo, se trata de una motivación un tanto distinta, aunque finalmente es la misma. Ahí lo que sucede es que a la burguesía internacional, y también en sus expresiones nacionales, le han estorbado las estructuras estatales y los propios políticos, en su voluntad de apropiarse de los campos de inversión. Ya no les parece eficaz que los políticos y el Estado los representen y velen por sus intereses, sino que quieren ejercer directamente el poder. Así hemos visto llegar al poder a empresarios como Berlusconi en Italia, Fox en México, Macri en Argentina o Trump en Estados Unidos.

 

Este cambio radical de derecha fue precedido, obviamente, de persistentes campañas por el “adelgazamiento” del Estado, por la reducción del gasto público, y por el enaltecimiento de la eficacia de la empresa privada por encima de la administración pública. Y también por el elogio de los “candidatos ciudadanos” y el desprestigio de los políticos y de la política en general.

Hoy, en México, estamos observando, desde hace años, pero ahora intensificada en la perspectiva de las elecciones de 2018, toda una campaña que pretende privatizar los partidos políticos. Cotidianamente, en los medios de comunicación, se advierte que el financiamiento estatal es excesivo, que la democracia mexicana es muy cara, que el Congreso tiene demasiados diputados, siempre aludiendo al costo en pesos.

En cuanto al número de diputados, habría que señalar que 500 diputados no parece un número excesivo para una población de 123 millones de personas y una sociedad tan diversa y compleja como la mexicana. Y en cuanto a la privatización de los partidos políticos, pues a eso equivale la propuesta de eliminar o disminuir el financiamiento estatal, significa abrir paso a la plutocracia, a que los millonarios, y solo ellos, definan el destino del país, pues si el Estado no financia los partidos, estos tendrán que recurrir, como en Estados Unidos, a las aportaciones de los empresarios.

Por supuesto que los mismos políticos han contribuido con ahínco a su propio desprestigio, con los constantes escándalos de corrupción (en los que por cierto siempre hay asociación con empresarios privados), pero no hay que confundir la denuncia y el combate a la corrupción, con las estructuras democráticas ni con la política que debe ser la más alta actividad del hombre en sociedad.