En el séptimo arte se estila reconocer la aportación de los grandes cineastas a través más bien de retrospectivas de su producción, por lo que resulta ser toda una gozosa novedad en la materia la extraordinaria Exposición Stanley Kubrick que la Secretaría de Cultura, a través de la Cineteca Nacional, presenta desde hace algunos meses en varias salas de las renovadas instalaciones de Av. Cuauhtémoc. Acopio impecable de guiones apuntados por el director, storyboards, maquetas, vestuarios, secuencias fotográficas, carteles, materiales de difusión y promocionales de sus diferentes filmes, bien se exhibe aquí la totalidad de ese mundo complejo y ecléctico que es el séptimo arte en una muestra que por su exhaustividad y su estupenda curaduría museográfica no tiene desperdicio alguno.
Director de culto que desde muy joven se vio en la necesidad de remar contracorriente, Stanley Kubrick (Nueva York, 1928-Reino Unido, 1999) fue uno de esos cineastas estadounidenses más bien atípicos, por cuanto de crítica ácida contiene su mejor filmografía y que por su estética se expresó de igual modo fuera de los estándares de la industria hollywoodense. Por lo mismo, con una sensibilidad más europea, lo cierto es que no puede encasillársele estrictamente dentro de generación o grupo alguno, y esa independencia lo llevó a buscar reguardo en otras latitudes, particularmente en Inglaterra.
Sin duda, uno de los cineastas más influyentes del siglo XX logró consumar un estilo muy definido, elocuente tanto en la concepción técnico-estética como en la conformación de una línea discursiva casi siempre incendiaria, cargado de sugestivo lirismo y misteriosa simbología, con múltiples referentes.
Hermosa adaptación de Lolita
Autor de una filmografía no muy voluminosa pero en cambio sí consistente, el talento y la perseverancia indiscutibles de Kubrick redundaron en la consecución de un sólido corpus cinematográfico en el que fondo y forma construyen un todo donde el esteta y el crítico dialogan al unísono. A lo largo de casi cinco décadas de una ininterrumpida actividad creativa signada por la voluntad y la inteligencia al servicio del arte y la dignidad humana, en su sobreelaborada obra intervienen el lector agudo y el guionista perspicaz, el esteta sensible, el melómano refinado, sin que el realizador obsesivo deje de actuar como atento vigía de un proyecto siempre maduro en la mente del creador. Y esto no quiere decir, ni mucho menos, que sobre la marcha no se vayan vislumbrando hallazgos, que el genio neoyorquino ponía al servicio de obras maestras ya paradigmáticas, auténticos clásicos en la historia del séptimo arte.
Consciente desde muy joven de que su única y verdadera vocación era el cine, en esta muestra integral podemos reconocer al notable cineasta desde que todavía era un adolescente fotógrafo intrépido de la revista Look, quien con lo recaudado con sus dos iniciales cortos pudo financiar su primer largometraje, todavía en una época en que él mismo se ocupaba de prácticamente todos los renglones. Asociado con el más tarde también realizador James B. Jarris, rodó enseguida los más bien pretenciosos policiacos de formación El beso del asesino sobre argumento propio y Atraco perfecto a partir de una novela de Lionel White; ya mucho más acabado, de esos años es también el hábil alegato antibélico Senderos de gloria, ambientado en la Francia de la Segunda Guerra Mundial.
Pero qué duda cabe que la primera película de Kubrick tras la formación del mito sería, ya iniciada la década de los sesenta, su hermosa adaptación de la famosa novela de iniciación de Vladimir Nabokov, Lolita, con guión del propio autor, y que aunque sin llegar a ser tan explícita como el original en sus atrevidos referentes eróticos, fue objeto de censura por parte del sector más conservador. Su siguiente filme fue por encargo, pues entró al quite en sustitución de Anthony Mann para el ambicioso replum Espartaco, sobre la novela homónima de Howard Fast, con guión del también perseguido por el macartismo Dalton Trumbo. Después vinieron El rostro impenetrable, que rodó y firmó su protagonista Marlon Brando, y luego su ligera farsa sobre los peligros detrás de la guerra fría, Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú.
El primer gran clásico
Pero el primer gran clásico indiscutible de Stanley Kubrick es 2001: odisea del espacio, de 1968, visionario filme futurista ya icónico que rinde culto y hasta potencia la novela homónima del especialista Arthur C. Clarke con la cual revolucionó el género de ciencia ficción. El otro es sin duda Naranja mecánica, de 1971, a partir de la muy comentada narración de Anthony Burgess; representa sus maduras consideraciones en torno a la violencia que es tema central en su filmografía, y ocupa también uno de los espacios centrales en esta hermosa exposición evocativa de uno de los más valiosos realizadores del siglo XX. Hermoso poema músico-visual sobre la vida de un ambicioso joven militar en la Inglaterra del siglo XVIII, Barry Lyndon de 1975, adaptación de una novela de William Tackeray, ofrece otra de las salas más sugestivas dentro de esta plural exhibición reconstructiva.
La última etapa de este tan visionario como personal gran director arrancó con el filme de suspenso El resplandor, de 1979, apenas una adaptación correcta de una novela del prolífico bestseller Stephen King que protagonizó el primer actor Jack Nicholson. La siguiente cinta, que se conoce más con su título original en inglés de Full Metal Jacket, de 1987, y que es sin duda otro de los influyentes aportes cinematográficos de Kubrick, corresponde a una brillante y ácida crítica de la guerra de Vietnam, quizá la mejor puesta en su género, fuerte e incisiva en derredor otra vez del tema de la violencia, pero aquí como instinto prevaleciente de una conflagración con enormes pérdidas en todos los sentidos, empezando desde luego por la imagen interior y exterior de Estados Unidos.
De más de una década después fue su atrevido y seductor testamento fílmico Ojos bien cerrados, que el realizador no pudo ya ver en su versión definitiva; basada en una novela del austríaco Arthur Schnitzler, Kubrick la trasladó al Nueva York de finales de siglo XX, sobre la relación trastocada de una pudiente pareja cuyas fantasías eróticas en lo individual desnudan la imposibilidad de una sexualidad plena. Rodada en su mayor parte fuera de Estados Unidos, como buena parte de su filmografía, sobresale por su despliegue virtuosístico para filmar y recomponer en la edición, por su destreza en el manejo de los colores y la luz sobre todo artificial para fortalecer atmósferas y sensaciones, donde la mano diestra del maestro consigue composiciones de una gran belleza. Otra vez el soundtrack vuelve a ser mucho más que elemento de ambientación, y como ya había sucedido antes por lo menos con Lolita y Naranja mecánica, por pura mojigatería fue más apreciada en otros países como Francia. Dejaría los borradores de una ulterior Inteligencia artificial, otra más bien fallida apuesta futurista que en la versión última de Steven Spielberg terminó si acaso por mostrarse como un remedo posmoderno de Pinocho.