“Oriente sin veneno. Occidente sin acción”

Los atentados yihadistas ocurridos en Cataluña, primero el 16 de agosto en Alcanar y un día después en Barcelona y Cambrils, así como el que tuvo lugar posteriormente en Turku, Finlandia, llaman la atención sobre la importancia de atender el fenómeno terrorista desde una óptica que no demerite la generosa vocación de apertura de Europa al mundo. La pobreza y discriminación que padecen en el viejo continente los migrantes provenientes de otras regiones es caldo de cultivo para la violencia social. De ahí la urgencia de su plena incorporación social y productiva en sus nuevos países de residencia. En el caso concreto del terruño catalán, a los lamentables y a todas luces condenables eventos de terror, han sucedido otros que, por decir lo menos, inquietan por su potencial para detonar la animosidad de grupos radicales y propiciar situaciones que amenazan con violar el Estado de derecho y vulnerar los valores que articulan la identidad profunda del pueblo español.

Las manifestaciones que de inmediato se organizaron para repudiar la violencia son también caja de resonancia del rechazo de amplios sectores a la creciente islamofobia que existe en España y, por cierto, también en Europa Occidental. Las brutales consignas pintadas un día después de los hechos en contra de los musulmanes en la puerta de una mezquita en Montblanc son un lúgubre recordatorio de la fragilidad de la democracia cuando se enfrenta a la intolerancia y a la discriminación racial. Cierto, el terrorismo es inaceptable y debe ser combatido con toda la fuerza del Estado; no obstante, el comprensible enojo y conmoción de la sociedad no deben, en modo alguno, traducirse en situaciones de intolerancia étnica y religiosa. Afortunadamente, diferentes organizaciones de la comunidad musulmana, e incluso de India, que existen en Barcelona, han expresado de manera clara y enérgica su rechazo al terrorismo y su deseo de que los responsables de los atentados sean llevados ante la justicia.

España está indisolublemente ligada al mundo islámico, que es parte medular de su identidad cultural. Ocho siglos de dominio árabe-musulmán sobre la Península Ibérica han dejado una huella que no se puede borrar. Para fortuna de todos, atrás han quedado los tiempos de la persecución por motivos de fe emprendida por Isabel la Católica y Fernando de Aragón a principios del ya lejano siglo XVI; atrás queda también la herida causada por el fratricidio de la Guerra Civil. La España de hoy, moderna y democrática, está llamada a abordar estos temas con generosidad liberal, con un genuino ánimo de tolerancia que nutra la reconciliación y fortalezca la confianza ciudadana en la vigencia del orden constitucional y del Estado de derecho que le es inherente. Las secuelas de horror, indignación y rabia que deja el terrorismo no deben empañar el optimismo sobre un mejor futuro.

Estos deleznables hechos, que enlutan a la humanidad, no pueden ser justificados como resultado de un mandato divino. El ataque deliberado a la población civil con fines políticos es intolerable e inmoral. Son tiempos para repensar y reencaminar las cosas; ahora es el momento propicio para desempolvar la memoria y recuperar lo mejor de España, para recordar a gente de la talla de Federico García Lorca quien, a propósito del legado musulmán en la geografía peninsular, señaló: “Andalucía es increíble. Oriente sin veneno. Occidente sin acción”. Es de esperar que así sea.

Internacionalista.