A la memoria de Nadia Stankovitch

 

El supremo universo garciamarcesco

Desde mi más temprana infancia, escuché en mi casa el nombre de Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927-Ciudad de México, 2014), periodista y escritor que desde su intrincada Aracataca, en el departamento colombiano de Bolívar, en la Costa Atlántica, había decidido emprender, solo con su maravilloso talento y una tenacidad endiablada a cuestas, la reconstrucción literaria de un universo que igual desde mi niñez reconocí como algo propio y cercano. Genial cronista de un mundo que tiene en la imaginación uno de sus bienes más preciados, y quizás el único para fraguar una realidad que se sabe brusca e inhóspita, las más de las veces inclemente, como la naturaleza que la envuelve y devora, el autor de esa novela total que es Cien años de soledad supo darle voz poética e iluminada, corpus literario, a una existencia plagada de toda clase de contrastes y paradojas.

Siendo todavía puberto, cayó en mis manos El coronel no tiene quien le escriba, novela corta de 1961 en la que descubrí los talentos supremos de un escritor fuera de serie, poseedor de una maravillosa prosa poética capaz de darle aliento a la inanición, al desasosiego de personajes abrumados por el tedio producto de la derrota y la desesperanza. Me resultaba sorprendente que en poco menos de cien páginas alguien lograra describir con tal precisión un estado francamente inhumano de sobrevivencia, de hartante mediocridad, como signo evidente de una realidad nacional —más tarde entendería que lo era de todo este monstruo de varias cabezas que es Latinoamérica, como rasgo identitario común— que cotidianamente se hacía visible y dominadora.

También recuerdo la primera vez que lo vi, debió haber sido por allá a mediados de la década de los setenta, cuando fue a constatar una versión televisiva que en Colombia se hizo —para entonces él ya vivía en México— de su tercera novela, La mala hora. Experiencia que se me quedaría grabada por siempre, porque en ella trabajaban mis padres actores y se trataba nada más y nada menos que del artífice de El coronel no tiene quien le escriba que tanto me había impactado; de esa citada lectura tengo presente con mucha precisión de igual modo la visita del extraordinario actor José Gálvez que también residía desde hacía muchos años en México, y quien fue a sepultar a su hermano Guillermo muerto trágicamente en un accidente automovilístico, de regreso a Bogotá después de grabar escenas de La mala hora en locaciones del mismo departamento de Cundinamarca.

Mis demás vivencias con él, tanto con su siempre jovial persona como con su deslumbrante literatura, ya serían en México, en donde leería de corrido y absorto –con muchos sobresaltos y enorme conmoción–, esa monumental catedral gótica de la narrativa contemporánea que es Cien años de soledad, de 1967, y que por cierto todos sabemos que no quisieron o se atrevieron a publicar los editores en México, y sí en Argentina, en el ya histórico sello Sudamericana. Pifias de esas que hay muchas, porque Gabo ya había editado aquí por ejemplo su filigrana de ocho cuentos Los funerales de la Mamá Grande en la Universidad Veracruzana, quienes hayan tenido en sus manos el manuscrito de esta novela sin par, a la postre habrán terminado por arrancarse los cabellos por su errática decisión de cerrarle las puertas a una de las obras por antonomasia de la narrativa contemporánea, portentoso gran mural que concentra la poética de uno de los escritores más revolucionarios e influyentes del siglo XX y de la literatura en lengua castellana de todos los tiempos.

Cien años de soledad es la expresión decantada de una escuela o vertiente literaria: el “realismo mágico”, que en manos de García Márquez encontró su carta definitiva de presentación, con antecedentes innegables como los propios de escritores mexicanos como Juan Rulfo o José Revueltas, y en cuanto al tema de la destrucción como fuente alimentadora, el no menos visible para buena parte de los escritores de su generación como lo fue el norteamericano y también Nobel de Literatura William Faulkner.

Su primera novela La hojarasca de 1955, y las ya citadas El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, más su también ya mencionada primera colección de cuentos Los funerales de la Mamá Grande, tendrían en Cien años de soledad su más trascendente espacio de condensación, donde mejor se explican la génesis y el desarrollo de ese microcosmos casi mítico que es Macondo, con sus leyes y personajes que a su vez son imagen más que fidedigna de una realidad latinoamericana signada por la “destrucción” como su estado natural de origen hacia una modernidad impredecible; como únicas posibles tablas de salvación, en cambio, la propia imaginación y el erotismo soterrado. Mario Vargas Llosa, de quien se distanció por razones que a ciencia cierta nunca se han acabado de revelar, escribió el que sigue siendo el gran ensayo sobre el imaginario de su entonces entrañable amigo, García Márquez: Historia de un deicidio.

Gabo enriqueció una corriente a la que le imprimió un sello inconfundible, y Cien años de soledad constituye el gran pináculo de esa enorme contribución modélica. Ese supremo universo garciamarcesco se vería robustecido, adicionalmente, con su otra reunión de cuentos macondianos La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada de 1972, y su altisonante El otoño del patriarca de 1975, y la tan citada en el cine (otro de sus grandes espacios de expresión y querencias, para y por el cual escribió páginas no menos memorables) Crónica de una muerte anunciada de 1981, y su hermosísimo gran poema de convincente devoción El amor en los tiempos del cólera de 1985, y su igualmente conmovedor último éxodo del Libertador explayado en El general en su laberinto de 1989, y sus inimaginables Doce cuentos peregrinos de 1992, y ese no menos sui géneris lapidario de historias apasionadas Del amor y otros demonios de 1994, y su controvertida lectura de Kawabata que es Memoria de mis putas tristes de 2004. Lo sobreviven, de igual modo, sus numerosas y sabias grandes lecciones de periodismo a ultranza, en la pluma de un letrado y visionario periodista que le supo dar lustre a su oficio, en la medida en que fue como novelista certero y comprometido, como escribió su colega y amigo Alejo Carpentier, “un cronista puntual de su tiempo”.