Una novela no es una confesión del autor, sino investigación sobre lo que es la vida humana dentro

de la trampa en que se ha convertido el mundo. k.

Dentro del mercado literario actual en el que abundan los best sellers, los “idola fori” de la modernidad como bien los llamó Ortega y Gasset, lo emanado de un novelista de la raigambre de Milan Kundera resulta de tono categórico. Entonces me viene a la mente una opinión de Balzac, narrador por antonomasia, quien decía que la novela podría resultar más filosófica que la filosofía misma; mientras que un filósofo tiende a definir en abstracto el sentido de la vida y de la existencia, una novela —con cuerpo y con sangre, desde luego— nos muestra a un hombre vaciado e inmerso en el caos de su propia existencia. Después de haber formado parte del comité central del Partido Comunista de la entonces Checoslovaquia, entre 1963 y 1967, y como muchos otros miembros de su generación, Kundera terminaría por caer en un paulatino desencanto por cuanto acontecía en su país, por las múltiples prácticas de censura aplicadas por el gobierno y sobre todo su pasivo sometimiento ante el dominio de los invasores soviéticos; esta circunstancia se acendraría irremediablemente con la “Primavera negra de Praga” y sus devastadoras consecuencias. Ya exiliado en Francia desde 1975, donde por muchos años se ganó la vida como profesor y traductor, como colaborador en algunos diarios parisinos, su conciencia crítica se matizaría de cara al ejercicio de una actividad literaria e intelectual cada vez más incisiva y sin concesiones.

En un mundo sin sentido del humor

Él mismo víctima directa de la dictadura comunista, pues fue retirado de la escena pública y sus obras excluidas de las bibliotecas, del panorama literario nacional, Kundera retomó y recrudeció su postura ya planteada desde La broma, de 1967: tras una historia de amor tierno e insatisfecho, y de otra paralela signada por la atracción clínica y el odio, se esboza de igual modo una “broma” extraviada en un mundo que ha perdido el sentido del humor. Víctima del ridículo, de un fútil chiste, uno de los protagonistas de esta exitosa novela (caso insólito, en pocos días se agotó su primera edición de ciento veinte mil ejemplares) se convierte en presa de una existencia tan cómica como trágica, y en ese ambivalente transcurrir cotidiano de una vida personal, alienada al caos nacional, aparece también, como trasfondo, el no menos grotesco ejercicio del espectáculo político que se presenta como un equívoco de ilusiones sociales: “La Historia, que era una diosa para Hegel, se ha convertido en un personaje de vodevil…”, llega a decir uno de sus personajes. La “Biblia de la contra-revolución”, como tiempo después denominó el propio sistema vedadamente ridiculizado a esta novela tan implacable como nostálgica, cuyo tema resulta ser en realidad la indagación de la historia y de la propia existencia (la búsqueda de la esencia del ser, asunto que mueve toda la obra kunderiana), sería retirada de las bibliotecas públicas en todos los países del Este, con lo que su buena fortuna en Occidente se acrecentó y varios críticos empezaron a hablar de ella como una de las obras tópico de la segunda mitad del siglo XX. Tras una doble historia de amor malogrado por causas distintas pero igualmente absurdas, se vislumbra el destino de la Europa contemporánea: “La historia es un monstruo inmovible, irreparable”. Una de las novelas modélicas de la segund mitad del siglo XX, La broma resulta ser un espléndido poema en prosa, fuente inagotable de hermosas imágenes cuya naturaleza lírica la vincula a la mejor tradición del género. Espejo fidedigno de parte del destino de la Europa contemporánea, Kundera se revela aquí como un sensible poeta del amor, pero de un amor asible y terreno;  una de sus primeras obras de ficción, nos enseña al novelista de lo erótico, a un Restif de la Bretonne mesurado de nuestro tiempo.

El horror grotesco sin sentido trágico

En La broma, como en su ulterior y celebérrima La insoportable levedad del ser, Kundera plantea la cómica y grotesca ironía implícita en quien adopta una conducta de sumisión ante la figura de un sistema u orden represor. La lucidez pasa entonces a ser una clave de no-resistencia frente al dictador, a quien detenta el poder fáctico y coercitivo, acaso por oportunismo o por debilidad (o seducción) ante la figura de quien “sí toma decisiones”. Llámese miedo o atracción, el ser sometido se abstiene de enfrentar a su opresor-seductor, mantiene una actitud pasiva que si bien resulta menos comprometida, al fin de cuentas desemboca en una inconsolable sensación de insustancialidad, de levedad, de intrascendencia. Ése es el verdadero infierno terreno, el horror grotesco, y por lo mismo carente de auténtico sentido trágico; en otras palabras, constituye otra prueba más que fehaciente de la ausencia de la tragedia en el mundo actual.