Soy un hombre de dos ciudades ,un tapatío que ha ido a y vivido muchas veces en la Ciudad de México que es, por tanto mi segunda ciudad, la ciudad de tantos amigos, de tantos recuerdos, de tantos sabores  y placeres y, de hace algunos años, de tantas nostalgias.

No me avergüenza decir que amo a mi D. F. (me niego a llamarla CDMX) por lo que soy como tantos mexicanos un damnificado sentimental del sismo del 19 . De lejos me solidarizo con esa gente maravillosa y estoy indignado hasta la rabia con los que una vez más le fallaron.

Y no puedo evitar temer por un futuro cuyos desastres podrían aminorarse si el país toma por fin ciertas grandes decisiones. Claro que nadie puede vencer la geología y que la ciudad es única en su historia, que es desde los aztecas una genialidad pero también un absurdo por maravilloso que pueda ser.

La Tenochtitlán en el lago sobre cuyo cadáver y por razones políticas Cortés decide hacer su capital y que se convierte en portento colonial, romántico y moderno y centro absoluto del poder donde todo, todo se concentra, y que era en mi juventud y madurez una ciudad espléndida cuando tenía un número razonable de habitantes para hacerla grande pero aún inmensamente habitable. Pero ahora en “el invierno de mi descontento”, que diría Shakespeare, en mi vejez personal , mi D. F. amado se ha convertido en algo, en un monstruo, en una aberración, en una locura donde viven más de veinte millones de gentes sujetas a cualquier catástrofe.

Y se llegó a ese estado paradójicamente siendo víctima de su  éxito, una ciudad que era cada vez más atractiva económicamente y que gozaba del monopolio del poder y que nunca quiso perder en nada sus privilegios, ni repartir sus riquezas. Y gobierno tras gobierno desoyeron los consejos para descentralizar, para repartir geográficamente los poderes olvidando que en el país muchas ciudades podían recibir los beneficios que con egoísmo y ceguera la gran capital acaparaba.

Y lo que sucedía en el ámbito político se repetía a diario en el mundo empresarial, académico, cultural. Todo para el D. F., migajas para “la provincia”, para eso que absurdamente en la capital se llama “el interior” como si el D. F. fuera un puerto o una ciudad de frontera. Si había que hacer una torre para Pemex esta no se construía en Veracruz o en Tamaulipas sino en la saturada capital donde una burocracia inmensa trabajaba desconociendo lo que pasaba en el México profundo.

Y lo mismo sucedía con las inversiones que se quedaban cerca del gran mercado. Y ahora se habla de reconstruir, lo que está bien, pero nada, que yo sepa, de descentralizar y uno se teme que nada se hará hasta que una inconcebible aglomeración de 30 o 40 millones se convierta en una trampa mortal cuando “los actos de Dios”, o sea, las catástrofes naturales o los errores humanos o la violencia la conviertan  en apocalíptica. Da terror pensarlo. Pero, ¿algo se hará, por fin, para terminar con el cáncer mortal del centralismo?