Escribo este artículo en pleno suspense sobre lo que pasará entre Cataluña y España, esas dos naciones de un orbe ibérico al cual nos guste o no pertenecemos un poco. Nacionalista como soy, enamorado del México indio, profundo, admito que mis sentimientos respecto a España nunca han sido muy cálidos.

Ciertamente no soy hispanófobo y muchas cosas españolas me son entrañables, desde el folklore andaluz hasta esa gran literatura que va del romancero hasta Camilo José Cela, mago del lenguaje, y amo a Federico García Lorca y a Machado como a ciertos pintores, como el luminoso Zurbarán —y, claro, he tenido amigos españoles como Emilio García Riera, apóstol  del cine mexicano, y de aquel príncipe romántico que fue Luis Rius y su Pilar Rioja bailaora y coahuilense, y no le sigo con otras afinidades españolas porque nos amanecemos recordando ese Madrid tan majo y a la gloria que es Granada, joya de Europa.

Pero también tengo mis odios españoles que se encarnarían en el Caudillo de España por la Gracia de Dios, sostenido por la Iglesia más reaccionaria del mundo, la de la Inquisición y el Opus Dei. Y Franco es importante pieza de los sucesos catalanes porque él fue el opositor de toda dignidad regional, enemigo de vascos y catalanes o de todo liberalismo y libertad, asesino de comunión diaria, gallego astuto y el mayor oportunista del siglo XX.

Al terminar la Guerra Civil, Franco castigó a Cataluña por recordar que era y siempre ha sido, desde los tiempos del Imperio Romano, cuando menos una nación diferente, diversa dentro de la complejidad ibérica, con genio y lenguaje propio y en muchas cosas más cercana al Mediodía francés que a Andalucía o Castilla. Que Cataluña tenía una vocación europea y que su mundo era más mediterráneo que atlántico o africano.

Y  Nueva España fue joya de la corona de Castilla que heredó junto con medio mundo Carlos V; siempre tuvimos más ligas con España, incluyendo, claro, a don Hernán, tan extremeño como la original Virgen  de Guadalupe. Pero es justamente con Franco que un México digno y gallardo, con una tradición diplomática de gran altura y pensamiento liberal, se convierte en aliada y apoyo de la República Española, que entre sus grandes reformas estaba el reconocimiento de lo diverso, de lo autónomo de sus regiones. Y muchos mexicanos son compañeros de armas de los republicanos o asisten con presencia y pensamiento al ideario de la República incluyendo a un joven Octavio Paz y a un belicoso Siqueiros.

Admito que soy cardenista por generación y que fue él el último presidente verdaderamente revolucionario. Don Lázaro, el gran amigo de la República, salvador de sus refugiados y que hubiera  querido para España la riqueza de un puñado de naciones libres y no sujetas a la esclavitud del trono, del gran dinero y del Altar. Y no era la suya la España negra, la del Santo Oficio y la represión de Mariano Rajoy.