La carrera del cineasta sueco Ingmar Bergman (Upsala 1918-Gotland 2007), quien junto con su compatriota Jan Troell continuó la mejor tradición nórdica, ha sido una de las más alucinantes en la historia del séptimo arte. Los títulos de sus siempre reveladoras obras, pletóricas tanto de elementos oníricos como de una cargada simbología, de autoflagelación liberadora, concentran por otra parte un espíritu iconoclasta de conmovedora carga lírica. Sin duda la personalidad más acusada del cine nórdico de la posguerra, desde muy joven empezó a definir un estilo que lo haría único e inconfundible; desde su primer filme Tortura de 1944, en el cual se desarrollan las perturbaciones de una joven mente lúcida, se avizoran algunos de los rasgos definitivos de quien con el tiempo se convertiría en uno de los más grandes y propositivos realizadores de su generación. Generador de una poética tan poderosa como peculiar, el caos y la angustia, siempre conviviendo en medio de una cotidianidad que en el momento más inesperado irrumpe a la vez en poesía envolvente y delirio mórbido, suelen ser dos constantes fundamentales y dinámicas en la cinematografía desquiciante de quien ha construido uno de los legados más consistentes del quehacer fílmico mundial.

Atento a un profundo llamado interior, en títulos de su primera etapa de consolidación como Los instintos perturbados: Crisis, Llueve sobre nuestro amor, Mujer sin rostro y Noche eterna se dejan descubrir los demonios y ángeles de una conciencia que soñaba despierta, que se erigía a sí misma como juez y verdugo. Aunque en su obra se vislumbra una inteligencia más bien atípica, lo cierto es que terminan por prevalecer en ella, como signos distintivos, el talento y la creatividad que habitualmente sorprenden hasta al propio autor: “Todo ha de ser cegadoramente puro, suavemente ligero, suprarreal”. Más que un quehacer de ideas, y a pesar de lo que digan especialistas e historiadores, el de Bergman es un cine preponderantemente de sensaciones e inquietantes descubrimientos, especie de ritual poblado de sueños, vivencias, desquiciamientos, fantasías y conflictos de fe.

Si las neurosis que en principio impulsan aquí al creador pueden llegar a resultar antipáticas y e incluso enervantes, con respecto a un público que paga por hedónico placer o por explicarse a sí mismo —los espejos cóncavos y convexos de Valle-Inclán—, las de Bergman tienen por lo regular su origen en instintos primarios, a los que el autor les confiere la magnificencia y la universalidad que el arte de verdad exige, como se deja ver en Prisión, Sed  y Hacia la felicidad, todavía de la década de los cuarenta. Y así arribamos a Noches de circo (consideración animalesca de la condición humana) y su más que sugestivo Un verano con Mónica, títulos ambos que acabaron de darle la notoriedad merecida, a la vez que le permitieron de igual modo acabarse de explicar a sí mismo: “Lo que ahora anhelo es seguir mi propio camino… En el teatro siempre sigo el de otros; en el cine quiero ser yo mismo”. Pero su consagración definitiva vendría con El séptimo sello y Fresas salvajes  (de 1956 y 1957, respectivamente), sucesos fílmicos con los que Bergman terminó por delinear su personal universo de sueños y realidades como dos hemisferios de un círculo en el cual todo resulta factible; desde esta época aparecen ya con él, entre otros cómplices de ruta, su fotógrafo de cabecera Gunnar Fischer, y sus actores predilectos Max von Sydow, Bibi Andersson y Liv Ullmann.

Otro de los tópicos en la obra de Bergman es su obsesión religiosa (hecho paradójico y extraño en una sociedad preponderantemente laica y racionalista), que muchas de las veces se transforma en fábulas de brujería antepuestas por un denodado temor al infierno. Dicha piedra angular va a actuar cinematográficamente en una especie de tributo al mejor periodo expresionista, imaginería en la cual fluyen desbocadamente todos los conflictos místicos y existenciales del más sugestivo de los Bergman. Heidegger, Kierkegaard, Sartre y Camus están presentes de cuerpo entero en la obra de tan personal realizador sueco, en cada una de sus obsesivas y mágicas elucubraciones no pocas veces punzantes, ya que el pesimismo posbélico hizo de igual modo mella en quien terminó por adoptar un decidido estilo onírico para contar las más aterradoras y aquejantes pesadillas que tienen su origen en la barbarie y la desolación.

El mejor cine de este por demás elocuente realizador nórdico no permite concesiones, resulta ser de una vitalidad tan deslumbrante como sobrecogedora, y en no pocas ocasiones coinciden, en el mismo plano, un despiadado universo onírico con un no menos lúdico ambiente de algarabía. En este preciso caso, se trata de un juego definitivo y determinante, en el que la renovación estilística —fue, sin duda, un cineasta siempre experimental— cumple una función más allá de lo estrictamente artístico. Como Fellini, Resnais o Tarkovsky, siempre se negó a la dimensión social del cine como arte de masas, porque se pone más bien al servicio de una personalidad y un estilo en constante movimiento, con un sello propio inconfundible. En El rostro, por ejemplo, ironiza sobre el conflicto decimonónico entre la ciencia positiva y la metafísica, problema que llevó hasta sus últimas consecuencias con El manantial de la doncella. Sin embargo, tras estas búsquedas nunca se resolvieron definitivamente las más personales crisis e interrogantes de un humanista irredento, quien siempre se expresó a partir de las críticas tensiones emanadas del enfrentamiento interior entre el pesimismo irracionalista de la filosofía germano-escandinava y el misticismo idealista. Esta perpetua crisis alcanzaría su cuota mayor y más excelsa con trilogía de principios de los sesenta El silencio de Dios, conformada por Como en un espejo, Los comulgantes y El silencio, en camino hacia una mucho más condensada y espesa densidad intelectual y moral definitoria en sus subsiguientes ya clásicos Persona y Pasión. Un relajado paréntesis constituye su ensoñador y hermoso homenaje mozartiano La flauta mágica de 1974, sin duda uno de los más dignos acercamientos del cine a la ópera.

El maravilloso universo cinematográfico bergmaniano, sobrecogedor por su rigor intelectual y técnico, pero también por su no menos sorprendente vena imaginativa, nos enfrenta a un complejo sin par, único e irrepetible. Este inagotable caudal creativo llegaría a su ocaso con tres auténticos poemas fílmicos de despedida: Sonata de otoño, Fanny y Alexander y Después del ensayo, verdaderas filigranas de tonos impresionistas con los que Ingmar Bergman se dio el lujo de zambullirse en recovecos de una realidad menos codificada, más personal y entrañable.