Fue en sueños como Robert Louis Stevenson (13 de noviembre de 1950–3 de diciembre de 1894) concibió ese “dulce cuento de terror” que escribió en tres días, publicado al inicio de 1886 y que conocemos con El doctor Jekyll y el señor Hyde. En un aniversario más del nacimiento del autor británico, transcribo unas líneas de la más leída de sus historias.

…fueron a desembocar los dos amigos en una callejuela de uno de los barrios comerciales de Londres. Se trataba de una vía estrecha que se tenía por tranquila pero que durante los días laborables albergaba un comercio floreciente… A dos casas de una esquina, en la acera de la izquierda yendo en dirección al este, interrumpía la línea de escaparates la entrada a un patio, y exactamente en ese mismo lugar un siniestro edificio proyectaba su alero sobre la calle. Constaba de dos plantas y carecía de ventanas. No tenía sino una puerta en la planta baja y un frente ciego de pared deslucida en la superior… La puerta, que carecía de campanilla y de llamador, tenía la pintura saltada y descolorida… Mr. Enfield y el abogado caminaban por la acera opuesta, pero cuando llegaron a dicha entrada, el primero levantó el bastón y señaló hacia ella. “¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? —preguntó. Y una vez que su compañero respondiera afirmativamente, continuó—. Siempre la asocio mentalmente con un extraño suceso… Volvía yo en una ocasión a casa, quién sabe de qué lugar remoto, hacia las tres de una oscura madrugada de invierno… De pronto vi dos figuras, una la de un hombre de corta estatura que avanzaba a buen paso en dirección al este, y la otra la de una niña de unos ocho o diez años de edad que corría por una bocacalle a la mayor velocidad que le permitían sus piernas. Como era de esperar, al llegar a la esquina hombre y niña chocaron, y aquí viene lo horrible de la historia: el hombre atropelló con toda tranquilidad el cuerpo de la niña y siguió adelante, a pesar de sus gritos, dejándola tendida en el suelo… Aquel hombre no parecía un ser humano, sino un juggernaut horrible. Le llamé, eché a correr hacia él, le atenacé por el cuello y le obligué a regresar al lugar… El hombre estaba muy tranquilo y no ofreció resistencia, pero me dirigió una mirada tan aviesa que el sudor volvió a inundarme la frente como cuando corriera. Los reunidos eran familiares de la víctima, y pronto hizo su aparición el médico, en cuya búsqueda había ido precisamente la niña. Según aquel matasanos la pobre criatura no había sufrido más daño que el susto natural… Le dijimos al caballero de marras que daríamos a conocer su hazaña, que todo Londres, de un extremo al otro, maldeciría su nombre, y que si tenía amigos o reputación sin duda los perdería… ‘Si desean sacar partido del accidente —nos dijo—, naturalmente me tienen en sus manos. Un caballero siempre trata de evitar el escándalo. Díganme cuánto quieren’… le exigimos cien libras para la familia de la niña… ¿Y, a dónde crees que nos condujo sino a ese edificio de la puerta? Abrió con una llave, entró, y al poco rato volvió a salir con diez libras en oro y un talón por valor de la cantidad restante, extendido al portador contra la banca de Coutts y firmado con un nombre que no puedo mencionar a pesar de ser ese uno de los detalles más interesantes de mi historia. Lo que sí te diré es que era un nombre muy conocido y que se ve muy a menudo en los periódicos…”

 

Novedades en la mesa

Pasa el desconocido, antología personal de Alí Chumacero, obsequio en librerías por el Día Nacional del Libro (12 de noviembre de 2017).