Escribo estas líneas un 20 de noviembre en mi aburrida provincia donde nada pasa generalmente y menos en día feriado. Sin embargo, hoy es el cumpleaños 107 de la Revolución Mexicana y en este año la de Octubre cumple 100. Muy viejitas ambas y, sin embargo, merecedoras de un recuerdo reflexivo y de un agradecimiento de aquellos que creemos que son siempre aceleradoras y estímulos de la historia. Muchos prefieren darlas por muertas o por inútiles con visión reaccionaria  quizá nostálgica de los viejos órdenes.

Por otra parte, con todos sus defectos, costos y destrucciones las revoluciones nunca pierden el encanto de su romanticismo, del color de sus leyendas. Y, sobre todo, su esencia heroica al perseguir una utopía, la de la posibilidad eterna del cambio.

Por otra parte, las revoluciones parecen tener todas un destino similar; son todas, de alguna manera, la misma revolución en sus versiones nacionales. Todas tienen un inicio explosivo, un desarrollo complejo y un final donde se llega a un nuevo orden, mediocre quizá (o terrible) pero que no anula un progreso en el sentido de la Historia. Pienso en cuatro grandes ejemplos, la francesa, la mexicana, la soviética y la china que cambiaron el mundo o, al menos, el país.

Pero volvamos a esa madre de las revoluciones que fue la de Francia que destruye un orden monárquico en un torbellino de exaltación y retórica, entusiasma al pueblo a tomar las armas contra el Ancien Régime, y luego contra toda Europa lleva a la guillotina a ese buen hombre que fue Luis XVI, para de cabeza el orden social, vive el terror y termina buscando al hombre fuerte que imponga el orden nuevo y una nueva edad dorada.

Frente a la claridad ideológica de la francesa, la mexicana es muy a la mexicana, bellamente confusa. Iniciada por un romántico ingenuo que cree que la democracia, el  sufragio efectivo será el remedio mágico a problemas seculares, tras un golpe de Estado militar muy latinoamericano explota en tres o cuatro revoluciones marcadas por la personalidad de los caudillos y con diversos programas de cambio, caudillos que triunfan y luego se destruyen hasta la aparición de los hombres fuertes, sonorenses y realistas que ponen en paz el avispero por la fuerzas de los cañones y de los cañonazos de a 50 mil pesos de los de entonces, y cuya obra remata en un partido único que es “revolucionario” pero sobre todo disciplinado, monolítico y mxicanamente pragmático.

Poco se parecen Obregón y Calles a ese revolucionario puro, supremo, que fue Lenin, quien en pocos años no sólo cambió Rusia sino el mundo que ya no volvería a ser el mismo y no pudiendo dejar un heredero digno el experimento soviético cae en el estalinismo que al decaer abre las puertas, pero no del todo, al pasado.

El caso de China, con sus proporciones y escala gigantescas nos da la misma historia: el gran cambio, el gran salto adelante, el radicalismo, la reafirmación nacionalista y luego un nuevo orden, todo en un gran vals donde todo se mueve a izquierda y  derecha para siempre, como el mar , recomenzar.

Las revoluciones no mueren o al menos no mueren de todo y siempre pueden resucitar.