“Mes de la luna halcón mes de noviembre mes de mi cumpleaños mes de frío consolidado mes en el que los secretos empiezan a susurrarse en la mesa alta antigua anciana tierra sagrada de los hopi mes en el que los Antílopes y el clan de la cuerna hacen sonar las primeras señales de la desnuda y vacía necesidad de plegarias primera danza serpiente en la boca danza espíritu danza serpiente boca mano pintada y relámpago mes para lavar la larga melena morena mi mes de nacimiento: el mes de la Luna Halcón”.

Mes de noviembre, mes de Sam Shepard (5 de noviembre de 1943-27 de julio de 2017), creador en la literatura, el cine y la música, puntual intérprete del mundo estadounidense. De su libro de relatos, poemas y monólogos Luna Halcón (Anagrama 1986, traducido por Enrique Murillo) transcribo las primeras líneas.

Allá por los años setenta, los muchachos querían que les hiciesen unos billares; peleaban en serio los viernes por la noche en plena carretera, deteniendo el tránsito. Sin navajas, pistolas ni cadenas. Solo puños. Nadie quería sangre. No eran como las peleas de ciudad. Los bailes de Diligent River siempre atraían grandes gentíos y se libraban tremendas peleas entre pueblos rivales, como en los tiempos de El Monte Legión Stadium. El gran asesino era el aburrimiento. Ni trabajo ni billares, diez chicos para cada chica, y esta solía, encima, ser fea, mala radio, viejos agonizantes y borrachos, tiendas de parroquia, un baile al mes y ni siquiera rock and roll, un juke box que siempre tenía los mismos discos, crudos inviernos nevados y neblinosos veranos. Lo más emocionante que llegaba a ocurrir era que alguien cazara un alce o un oso, y eso era muy poco frecuente. Entonces llegaron los de Estados Unidos. Primero un goteo y después todo un río. Evasores del reclutamiento, delincuentes, gente que huía de las ciudades, tipos que se pavoneaban a derecha e izquierda. Comenzó a circular por los pueblos cierta extraña literatura pornográfica. Grandes páginas a todo color con pollas y chochos y tetas y culos. Las drogas se filtraron por todas partes, colándose con la facilidad del aire salado del mar. En los bosques, ahogando bajo su estruendo el ruido de las sierras mecánicas, sonaba el rock and roll. Tipíis y cúpulas de extrañas formas, colores chillones y dibujos espeluznantes. En los sembrados, para pasmo de los cuervos, ondeaban largas pancartas con cintas colgando. Motocicletas monstruosas, pintadas de negro, con cromados, se zambullían en el barro de las pistas forestales. Estampidas de motos trucadas y de Harleys rugiendo por las calles de las aldeas de pescadores. Posters de los Rolling Stones pegados en las paredes de pajares e iglesias. Tatuajes que aparecían en los lugares más inimaginables de la piel de las chicas de por allí. Llamaron a la Montada, pero las cosas ya habían ido demasiado lejos. No había modo de distinguir a los chicos canadienses de los estadounidenses. Todo el mundo andaba jodiendo y mamando y fumando y pinchándose y bailando sin esconderse. Y desde lejos te llegaba el ruido de Estados Unidos, resquebrajándose por la mitad y hundiéndose estrepitosamente en el mar.

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México y España, exilio y diplomacia 1939-1947 (UNAM) de José Francisco Mejía Flores.