En otra prueba más que fehaciente de que la vida suele mostrarse plagada de toda suerte de paradojas y contradicciones, mucho me impactó y conmovió enterarme de que un severo cáncer de cerebro había invadido y postrado la robusta y lozana naturaleza del notable barítono ruso Dmitri Hvorostovsky (Krasnoyarsk, 1962-Londres, 2017). Con una no menos poderosa y galante personalidad que llenaba el escenario, enfrentó la adversidad como sólo sabía hacerlo, cantando, y muy triste ha sido saber que sus extraordinarias dotes vocales y una sólida formación atrás, su otrora inquebrantable fortaleza, terminaron por perder la batalla. Una de las grandes figuras de la ópera mundial de las más recientes dos décadas, fue un privilegio haberlo podido escuchar y además conocer en su primera visita profesional a México, en un sorprendente recital en la sala principal del Palacio de Bellas Artes, más o menos a mediados de la década de los noventa, para constatar que esa entonces joven estrella del firmamento lírico volvía a poner a prueba una ya legendaria escuela rusa de canto que históricamente ha proveído extraordinarios intérpretes en casi todas las tesituras.

Hijo único, este talentoso y además cálido barítono siberiano se formó en la reconocida escuela de artes de su natal Krasnoyarsk bajo la guía de Yekaterina Yofel, e hizo su debut en la casa de opera de esa misma ciudad cantando el Marullo en Rigoletto de Verdi. Ganador del Premio “Glinka” en 1987 y el de Canto de Toulouse un año después, desde un principio conquistó la atención del público y de la crítica por la profunda musicalidad de su canto, por su amplio registro de cálidos agudos y sonoros graves que desde muy joven le permitieron empezar a incluir en su repertorio papeles a los que otros barítonos acostumbran arribar con un mucho más largo y probado background a cuestas. Así alcanzó pronta notoriedad internacional al ganar el Cardiff Singer of the World de la BBC en su edición de 1989, en un competido tour de force donde batió nada más y nada menos que a Bryn Terfel en la ronda final; memorables fueron allí sus interpretaciones del aria de apertura “Ombra mai fu”, de la ópera Serse de Händel, y dos de los momentos de mayor lirismo en la presencia de su después referencial Marqués de Posa, en el célebre dúo con el tenor en el Segundo Acto del Don Carlo de Verdi, “Per me giunto è il dì supremo…” y “O Carlo, ascolta…”.

Entonces su debut real en Occidente se dio en la Ópera de Niza, en ese mismo 1989, con una hermosa obra de Tchaikovsky que se convertiría en uno de los mayores éxitos de su triunfal carrera, La reina de espadas, que grabó con Seiji Ozawa y la Orquesta Sinfónica de Boston, con la primera soprano italiana Mirella Freni. Después vinieron, en permanente escalada, su no menos triunfante debut en Italia, en La Fenice, con la otra ópera de repertorio del mismo Tchaikovsky, Eugene Onegin, y luego en América, en la Ópera Lírica de Chicago, con el Germont de La traviata de Verdi, que también estuvo entre sus papeles de cabecera y cantó desde muy joven; una de sus no por él controvertidas grabaciones de ese no menos significativo rol en su carrera sería ––caso curioso, al ser el padre del tenor en esta historia dumasiana–– al lado de un ya entonces muy maduro Alfredo Kraus y la también primera soprano neozelandesa Kiri Te Kanawa que jamás imaginamos se arriesgara con la Violeta, bajo la dirección de Zubin Mehta. Muy cómodo en el acervo verdiano, igual sumaría a su repertorio La fuerza del destino, los ya citados Don Carlo y Rigoletto por supuesto en su rol principal, El trovador y Simon Boccanegra, sin olvidar sus otras más esporádicas incursiones con otros compositores italianos belcantísticos como Rossini, Donizetti y Bellini, e incluso ulteriores como Mascagni y Puccini.

Desde iniciada la década de los noventa empezó Hvorostovsky a acceder a las casas de ópera de mayores tradición y abolengo, entre ellas, la Metropolitan Opera House de Nueva York, el Covent Garden de Londres, la de Berlín, La Scala de Milán y la Ópera Estatal de Viena. Un artista también generoso, en el 2002 participó con la Sociedad de Bienestar de los Niños Rusos para la consecución del provechoso fondo denominado “Petrushka Ball”, del que hasta su sentida y muy prematura muerte fue miembro honorario.​ Un artista de igual modo completo, fue también un extraordinario liderista, sobre todo con la canción rusa popular y de concierto, en sus más diversos formatos y colores, repertorio del cual se convirtió en un muy convencido y admirable embajador por todo el mundo. Dentro de su amplia y variada discografía, sus varios registros con arias o canciones memorables de importantes compositores rusos (“Songs and dances of death”, por ejemplo, es ya un título de antología) como Mussorgsky, Glinka, Borodin, Rimsky-Korsakov, Glazunov, Anton Rubinstein, Rachmaninoff, Shostakovich o el propio Tchaikovsky, son referentes en su especialidad, en la voz de quien supo conservar los más significativos elementos de una muy rica tradición lírica rusa y enriquecerlos con aires nuevos. ¡Descanse en paz!