A mi eterna pareja, Susana, La Firu
Cuando en 1959 apareció Hiroshima mon amour, Alain Resnais se convirtió en uno de los más personales exponentes de la Nouvelle Vague, a pesar de las precedentes aportaciones novedosas de Alexandre Astruc, Claude Chabrol y sobre todo François Truffaut. Hiroshima mon amour, compleja y valiente realización que un poco contradice los procedimientos formales de Truffaut, constituyó además la presentación cinematográfica de Marguerite Duras (Saigón, 1914-París, 1996), quien en este argumento condensa algunas de sus mayores obsesiones. Los métodos expresivos de esta cinta, confiados en gran medida a la agilidad y la fuerza del monólogo interior propuesto por la escritora, descansan sobre el hilo conductor fragmentado y desgarrador de una memoria narrativa que rompe también con las habituales nociones de tiempo y espacio. Quien entonces ya tenía siete novelas en su haber, aquí expresa el drama bélico del individuo, su conflicto entre el sentimiento de paz y el horror de la guerra, de la violencia, de toda violencia o castración infligida al hombre. Resnais y Duras nos dan una sobrecogedora representación visual y a la vez revolucionaria de estas crisis, uno de los más estéticos y perturbadores ejemplos del mejor cine francés de la posguerra.
A pesar de Hiroshima mon amour, aportación invaluable al mundo cinematográfico, Marguerite Duras no se inscribe en la Nouveau Roman, equivalente literario a la nueva ola francesa en el cine. Ella escribe como siente, sin seguir tal o cual procedimiento, llevada por el peso de su propia existencia, por lo que en su obra hay más humanidad que teoría. Su narrativa se define unas veces por un marcado neo-realismo, que nos recuerda a Hemingway o a Pavese, en función de lo concreto, de lo tangible; Los imprudentes y Una vida tranquila dan clara cuenta de ello. En las otras, dentro de una vertiente por la cual circula el resto de su producción, responde las más de las veces a un llamado interior, a una necesidad impetuosa por referir sus más personales experiencias. Es, entonces, cuando el relato autobiográfico (El hombre sentado en el pasillo, El mal de la muerte, Moderato cantabile y, desde luego, El amante, su mayor best seller) llena las necesidades de una mujer que se debate entre dos fuerzas contrarias y, en su caso concreto, dramáticamente complementarias: su origen pragmático, de una raza dominadora (blanca), y su situación de insondables carencias, en un ambiente (Indochina) seducido por toda clase de perturbaciones. Ese mismo arrebato interior manipula las otras participaciones de Marguerite Duras en el cine: La música, Canción de la India, El camión y La nave nocturna. Siempre el luchar contra la ruina, en tierras áridas regadas por pestilentes aguas que de igual modo bañan las sensaciones y los deseos enfermos de sus personajes. La realidad prosaica descrita por Duras, y que no tiene ningún empacho en revelar, aunque esta haya sido la causa de su desolación, desconoce toda suerte de propósitos profundos y significativos.
Espacios de vida
En ese mismo ambiente insano se ubica El amante, novela que el genio de Jean-Jacques Annaud llevó magistralmente a la pantalla en 1991. El amante, un relato cuyas dificultades mayores están en su extrema naturaleza experimental —el tiempo y el espacio, así como la personalidad del relator, no se sujetan a ninguna linealidad—, significó un reto más para el director. A pesar de ello, el realizador francés vio en esta invocación irregular de una vida, percibida por quien la experimentó y la sufrió, descripciones muy visuales, imágenes, visiones que surgen de los recuerdos, de esa fuente inagotable que es la memoria. En ese deambular de una conciencia, de unos sentidos casi siempre sumidos en la embriaguez de la duda y del sueño —la historia de Duras, su historia, apenas si nos da un posible respiro, pues todo en ella es presuroso y desbocado—, Annaud es capaz de registrar lo más significativo. Su gracia mayor está en haber intuido la verdadera psicología de los personajes, sus agudas perversidades, así como la atmósfera y el espíritu del ambiente, que en El amante palpitan como cualquier otro personaje. Quizá se le pueda llamar la atención por su subrayado tono preciosista, por una marcada inclinación, como en otras de sus películas —El oso, por ejemplo—, a provocar apreciaciones sensibles; así es la novela de Duras, en la que toda posible justificación racional de inmediato se traduce en percepción sensible: “Veo la guerra como él era, propagarse por todas partes, penetrar por todas partes, robar, encarcelar, estar por todas partes, unida a todo, mezclada, presente en el cuerpo, en el pensamiento, en la vigilia, en el sueño, siempre, presa de la pasión embriagadora de ocupar el territorio adorable del niño, el cuerpo de los menos fuertes, de los pueblos vencidos, porque el mal está ahí, a las puertas, contra la piel”.
Esta coproducción franco-británica es todo un poema, aunque algunas de sus más firmes acotaciones emanen de las emociones y los sentimientos más prosaicos. La estereotipación física de los personajes, marcada por la autora (las ojeras, el debilitamiento, la diferencia de raza, etcétera), subraya las reincidencias de un recuerdo, ya ajeno también a lo que fue el hecho. Porque Marguerite Duras recuerda, trata de reconstruir espacios de su vida; Annaud visualiza ese contenido de la memoria, procura ser fiel a su esencia. Los actores principales —la jovencita Jane March en realidad se parece a la escritora, y en verdad intranquiliza, por su alocada sensualidad precoz, al espectador; el perverso Arnaud Giovaninetti; la debilidad y la inseguridad de Melvin Poupaud— ayudan a reconstruir una anécdota seductora. Vale la pena volver a este ya clásico de la cinematografía, como la citada Hiroshima mon amour de Resnais-Duras, para solazarse también con la hermosa fotografía de Robert Fraisse, una no menos impecable edición de Novelle Boisson, y la música envolvente de Gabriel Yared.






 
 