El próximo 5 de febrero se cumple un año de la publicación de la primera Constitución Política de la Ciudad de México, que fue expedida a partir del reconocimiento de autonomía a la ciudad por parte de la Constitución federal. Mucho se ha hablado sobre las peculiaridades de dicha reforma, el contenido del nuevo artículo 122 de la Constitución federal, así como de la instalación, la conformación y los trabajos de la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México. Sin embargo, poca atención se ha puesto al estado que actualmente guardan las cosas en la capital a partir de las modificaciones que este proceso conllevó.

Es importante destacar que el procedimiento de restructuración política y jurídica de la ciudad aún no ha terminado. Se trata de un camino de transformación que comenzó, al menos, con la publicación del decreto de reformas a la Constitución General el 29 de enero de 2016, seguido de la expedición de la primera Constitución capitalina, pero que, de conformidad con las normas de la Carta federal y la local, ahora se ve acompañado de labores de reglamentación por parte del Congreso de la Unión y de la aún existente Asamblea Legislativa del anterior Distrito Federal. Lo cierto es que, salvo por las disposiciones electorales, la Constitución local no entrará en vigor sino hasta el 17 de septiembre de este año. No obstante, se facultó al actual cuerpo legislativo de la ciudad para que emita aquellas leyes necesarias para instrumentar el nuevo marco jurídico.

De conformidad con lo anterior, el pasado mes de diciembre la Asamblea expidió las leyes identificadas como “constitucionales”, en específico, las leyes orgánicas del Poder Ejecutivo y de la administración pública, de alcaldías, del Congreso y del Poder Judicial. Estos ordenamientos deberán ser publicadas por el jefe de Gobierno en los próximos días, y digo deberán porque a mi parecer el mandatario capitalino no tiene atribución expresa para realizar observación alguna.

De un análisis preliminar, resulta alarmante la cantidad de contradicciones y la falta de armonía que se están generando, de manera exponencial, con la colaboración de cada una de las instancias partícipes de este cambio al orden jurídico. Aquí algunos ejemplos. Le “comieron el mandado” al Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva, en tanto se otorgaron facultades a las alcaldías, como la aprobación de programas de carácter urbano, en claro detrimento de ese organismo, pasando por alto que la planeación de la Ciudad de México deberá ser regulada por su primer Congreso. Además, se consolidó el indebido reconocimiento de personalidad jurídica y el incorrecto entendimiento de la autonomía presupuestaria de las demarcaciones territoriales y se continuó con el fortalecimiento excesivo de los concejales y el cabildo, al grado de generar el riesgo de que estos paralicen la función de los alcaldes y del jefe de Gobierno.

La Ley de Alcaldías también adoptó normas contradictorias en materia de seguridad y legisló indebidamente en materia de protección civil, espacio público e incluso protección animal. Aunado a esto legisló, a mi parecer sin competencia, sobre transparencia, sistema anticorrupción y pueblos y comunidades indígenas, así como sobre coordinación y atribuciones para celebrar convenios de colaboración, que pasan por alto que el carácter metropolitano de la Ciudad de México y  la emisión de las normas de operación con el resto de entidades y municipios limítrofes corresponde a la Federación. ¿Cuál es el riesgo? Que todo alcalde o concejal podrá interpretar estas normas de manera diversa.

Por lo que hace a la Ley del Congreso, no solo le cambió el nombre al Instituto de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales y modificó el mecanismo de designación de sus comisionados, sino que además introdujo, a estas alturas, un Consejo Consultivo de Desarrollo Urbano, cuyas facultades no fueron especificadas. Además, y esto parece ser un error que tiene origen en la reforma constitucional federal, la presente Asamblea ya definió, con minucioso detalle, la estructura orgánica de la administración pública de la ciudad, lo que sin duda tendrá un peso, al menos político, para quien sea próximo titular de la Jefatura de Gobierno, ya que se presume que buscará, como es acostumbrado, que se apruebe su reestructuración de gobierno.

A todo el entramado de contradicciones e inconstitucionalidades que he descrito, se sumará la tarea titánica que tendrá el Congreso de la Ciudad de México para, iniciando su ejercicio, legislar en materia de educación; planeación; pueblos y barrios originarios y comunidades indígenas residentes; organismos autónomos; seguridad ciudadana; trabajadores del sector público; así como respecto al cúmulo de sistemas y programas previstos por la Constitución capitalina; entre muchas otras materias.

Basta ver la cantidad de artículos transitorios que suman la reforma constitucional federal, la nueva Constitución local y todas las leyes ya elaboradas, para entender que este proceso apenas empieza. En suma, y de conformidad con la Constitución local, el Congreso tendrá hasta el 31 de diciembre de 2020 para culminar con esta importante función legislativa.

Ante el escenario descrito, me parece que la Asamblea Legislativa del Distrito Federal no entendió que la intención del Constituyente era otorgarle una facultad, por demás necesaria, para consolidar y poner en marcha la reforma; es decir, la de reglamentar aquellas cuestiones esenciales de las tres funciones estatales principales, es decir, la ejecutiva, la legislativa y la judicial, así como la materia electoral, a efecto de llevar este proceso a buen puerto. Lamentablemente, cada etapa de la reforma política del Distrito Federal (hoy Ciudad de México), parece que se toma por los actores involucrados, como una nueva oportunidad para reeditar los debates, lo que redunda en un orden normativo complejo y con antinomias. Así sucedió en la Constituyente, así ocurre hoy en la Asamblea; y es sumamente importante entender los riesgos que esto conlleva. La Suprema Corte de Justicia de la Nación aún no resuelve en definitiva el tema de la constitucionalidad de un gran cúmulo de disposiciones contenidas en la Constitución de la Ciudad de México y ya están por publicarse las leyes que las detallan, y contienen un sinnúmero de inconstitucionalidades adicionales sobre las que eventualmente también tendría que pronunciarse el máximo tribunal del país. Me preocupa sumamente la gobernabilidad de nuestra ciudad, ya que no vislumbro reglas suficientemente claras frente a la polarización política que estamos viviendo.