Siempre he tenido ganas de escribir un artículo sobre mi primer contacto con Estados Unidos y las complejidades de las relaciones binacionales. Sucede que yo era un niño de diez, once años, y vivíamos en un pueblo mágico de verdad, o al menos así me lo parecía: Tecate, en la Baja California. Un pueblo del Wild West vecino del paisaje lunar o marciano de la Rumorosa, una sierra que nos separaba del infierno de épicos calores y fríos de Mexicali. Tecate tenía, raro en el país, clima mediterráneo y se daban los olivares, y en el gran terreno donde estaba mi casa había un viñedo. Tecate era un company town, feudo de la cervecería. Y, sobre todo, era frontera abierta con la rica California; muy cerca estaba la pecadora Tijuana en plena prosperidad por la visita de miles de norteamericanos, muchos de ellos marinos de la gran base naval de San Diego. Un poco más allá, por una magnífica carretera, estaba ese fascinante monstruo de Los Ángeles. Todo esto era maravilloso para un niño tapatío que allí se sentía en otro mundo.

Pero lo que más me impresionó y me sigue impresionando era la condición de frontera abierta con Estados Unidos. Había una “línea fronteriza“, claro, con caseta aduanal y migratoria con un oficial que estaba a cargo de ella, pero la puerta estaba abierta de par en par y así que ”cruzar la línea“ era facilísimo. Y yo la cruzaba todos los días, y es que mi mamá me mandaba a un mandado binacional —mi misión diaria era traer la leche de Estados Unidos en unos recipientes de cartón que en nada se parecían a la olla que llevábamos con Cuquita, la lechera en Guadalajara, que nos la ponía en la ollita, previa limpieza de moscas, leche que, claro tenía nata y que no sabía homogenizada y pasteurizada como la gringa. Ya con la leche regresaba al país para mi segunda encomienda: comprar el pan de dulce porque mi madre no perdonaba las conchas, las orejas y algo que poco culpablemente se llamaban “pedos de monja”. Esto armaba la merienda, el panem nostrum quotidianum. Claro, era binacional y tenía los mejor de ambos países: el sabor mexicano y la higiene gringa.

Y lo que hoy me llena de nostalgia es darme cuenta de que en esas mil ocasiones que “crucé la línea” nunca tuve visa o pasaporte de ninguna clase y todo lo que tenía que hacer era saludar al gringo en la caseta, quien sin quitarse el puro de la boca me daba el mágico: “¡go ahead, boy!”

Lo que pasa es que por muchos, muchos años la frontera estuvo abierta: a Estados Unidos se iba de compras. A trabajar, a la escuela, a probar fortuna. Todo el mundo , al menos en Jalisco y Michoacán, tenía familia “del otro lado” y la invasión mexicana que penetró con las décadas hasta el más lejano norte tenía su contraparte en la turística invasión norteamericana, diríamos en un Labor’s Day en que Tijuana duplicaba su población. Para no hablar de los flujos de trabajadores agrícolas que cada madrugada regresaban a México. Y estoy hablando de un proceso histórico que se repitió años y años, de una compenetración humana económica y social que fue creando lo que ahora esta moda académica llama “Mexamerica”, un nuevo país en América del Norte. Y frente a eso el racismo y la estupidez histórica de Trump para recuperar una “White America” homogenizada y pasteurizada. ¡Qué necesidad¡,  diría Juanga.