En recuerdo de Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 22 de enero de 1928–Mejorada del Campo, España, 27 de noviembre de 1983), transcribo las primeras líneas de su novela Dos crímenes,1979:

La historia que voy a contar, empieza una noche en que la policía violó la Constitución. Fue también la noche en que la Chamuca y yo hicimos una fiesta para celebrar nuestro quinto aniversario, no de boda, porque no estamos casados, sino de la tarde de un trece de abril en que ella “se me entregó” en uno de los restiradores del taller de dibujo del Departamento de Planeación. Había una tolvanera cerrada que no dejaba ver ni el Monumento de la Revolución que está a dos cuadras; yo era dibujante, la Chamuca había estudiado sociología, pero tenía plaza de mecanógrafa, los dos trabajábamos horas extras, no había nadie en la oficina. A la fiesta de aniversario habíamos invitado a seis de nuestros mejores amigos, cinco de los cuales llegaron a las ocho cargados de regalos: el Manotas con el libro de Lukács, los Pereira con el jorongo de Santa Marta, Lidia Reynoso con unos platos de Tzinzunzan y Manuel Rodríguez con dos botellas de vodka del mejor que había conseguido a través de un amigo suyo que trabajaba en la Embajada Soviética.

No he estado en reunión más cordial que el principio de aquella fiesta, hablamos, bebimos, reímos y cantamos como si fuéramos hermanos. El Manotas había regresado de vacaciones a la orilla del mar. Describió un lugar apartado, sin turistas, con playa de arena fina, una ensenada de agua cristalina y almejas recién sacadas del mar. Quise saber las señas y él escribió en mi libreta: “del puerto de Ticomán tomar la lancha que va a la Playa de la Media Luna (hotel Aurora)”. No imaginé el significado que iba a tener para mí este apunte.

A las once la Chamuca sirvió el tamal de cazuela. Estábamos comiéndolo cuando llegó Ifigenia Trejo, la sexta invitada, con un desconocido. Cuando este cruzó el umbral la fiesta se enfrió como si hubiera caído un aguacero. Ifigenia lo presentó como “Pancho” y a nosotros como “unos amigos”.

Desde el momento en que lo vi Pancho me dio mala espina: tenía un diente de oro, papada, traje, corbata y camisa. Lo primero que hizo después de darnos la mano fue pedir permiso para ir al baño. Apenas salió de la sala le pregunté a Ifigenia que estaba sentándose en una de las sillas de tule:

—¿Quién es este?

—Trabaja en la Procuraduría.

—¿Por qué lo trajiste?

—Porque él quería conocerlos a ustedes.

Como no había suficientes platos, la Chamuca tuvo que usar dos de los de Tzinzunzan para servir el tamal de cazuela a los que acababan de llegar. Cuando Pancho salió del baño, se quitó el saco, se sentó junto a Ifigenia y en vez de comer puso el plato en un librero, en cambio, aceptó la cuba libre que le ofrecí. Se la tomó al hilo, luego otra y la tercera se la sirvió él mismo, sin pedir permiso…

Novedades en la mesa

Suspenso y novela histórica se entrelazan en La transparencia del tiempo (Tusquets), del cubano Leonardo Padura… Muerte en el seminario (De bolsillo), uno de los éxitos de P. D. James.