Provocan alarma, y también indignación, algunos datos de carácter financiero dados a conocer la semana pasada. El primero al que quiero referirme es al monto de la deuda pública, que asciende a nada menos que 6 billones 283,068 millones de pesos. Ese gigantesco saldo representa ya alrededor de un tercio del producto interno bruto, es decir de todo lo que producimos los mexicanos en un año, que se calcula en 18 billones de pesos. Por supuesto, eso significa un enorme gasto en intereses, comisiones y otros gastos derivados de la deuda, que en 2017 ascendieron a 597,054 millones de pesos, cifra que fue mayor en 21 por ciento a la pagada en 2016, y si se compara con la erogada en 2013, primer año de la actual administración, entonces se observa un crecimiento en este gasto de 90 por ciento.

De todos los rubros en que se reparte el gasto público, ninguno alcanza a llegar a ese monto, o sea que el pago del servicio de la deuda es la más alta prioridad para el gobierno, muy por encima de lo que dedica en conjunto a educación, salud, vivienda o combate a la pobreza.

Y en cuanto a la deuda externa, también ha aumentado aceleradamente, pues hoy suma 192 mil millones 347 mil dólares, lo que significa que en lo que va del actual sexenio los créditos con el exterior han aumentado un 58 por ciento.

La gravedad de estos datos estriba en que acercan peligrosamente a otra crisis de la deuda, como la que vivimos en la década de los ochenta, en que el gobierno mexicano se declaró en la insolvencia y, a partir de la cual, se aplicaron las llamadas reformas estructurales exigidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, de acuerdo con los deseos de Estados Unidos. También hay que hacer notar que el endeudamiento contraído durante los sexenios de Echeverría y López Portillo había conseguido mantener el crecimiento de la economía en alrededor del 6 por ciento y en algunos años incluso más, mientras que ahora el aumento de la deuda no se ha utilizado para el crecimiento, que ahora solo ha podido llegar a un mediocre promedio de 2 por ciento.

Para entender las causas de estos fenómenos, hay que señalar que los gobiernos solo pueden obtener ingresos a través de los impuestos, de la venta de servicios o productos de las empresas públicas y a través de créditos. En la actual administración, después de una tímida reforma fiscal, por la que los empresarios pusieron el grito en el cielo, el gobierno se comprometió a no aumentarles los impuestos ni crear nuevos, con lo que renunció a esa fuente de financiamiento, luego estableció la reforma energética, con la cual, al enfilar a Pemex a la quiebra, está renunciando igualmente a su segundo rubro de financiamiento, pues de Pemex obtenía entre 30 y hasta 40 por ciento de sus ingresos. La reducción de esas líneas de financiamiento, decidida por el propio Estado, ha desembocado en dos políticas igualmente perjudiciales y riesgosas; una, los recortes presupuestales aplicados especialmente a Pemex, al campo, a educación y salud; la otra, a recurrir a la deuda, tanto interna como externa, con la consecuencia de aumentar aceleradamente los pagos de intereses, amortizaciones y comisiones, y de acercarnos peligrosamente a otra crisis de la deuda.