Nuestra Constitución cumplió apenas su primer siglo de vida y, aunque en su momento se consideró pionera en el mundo por elementos como la incorporación de derechos sociales lo cierto es que la consolidación de la justicia constitucional de estos y otros preceptos, es todavía un proyecto en construcción. Esto, a mi parecer, se traduce en que la democracia misma sea una obra inacabada.

Terminó el año en el que se “conmemoró” el centenario de la Constitución de 1917, faltó difusión y educación de la población sobre su contenido y no se vieron propuestas tendientes a lograr una verdadera consolidación de nuestro orden democrático y constitucional. Estuvo ausente una verdadera celebración y es que me parece impera una falta de ánimo que tiene origen en una norma fundamental, modificada por millares al calor político, que no brinda soluciones a largo plazo y lleva un ánimo infundado según el cuál la reforma por la reforma misma, solucionará los problemas que aquejan nuestra sociedad.

¿Cómo construir instituciones que reivindiquen la constitucionalidad? Me permito explorar algunos cambios que estimo depurarían nuestro texto, lo reestructurarían y abonarían a un mayor conocimiento e interiorización de lo que es o no constitucional, por parte de la ciudadanía.

Considero esencial romper de una vez por todas con la estructura interpretativa que se basa en la división dogmática y orgánica. Lo anterior, porque si bien es útil el capitulado, lo cierto es que los derechos fundamentales pueden encontrarse o desprenderse de cualquier parte de la Constitución. A este respecto, no se debe pasar por alto que lograr un catálogo dentro de una sección destinada exclusivamente a estos efectos, en esta época, es inverosímil. Hago esta afirmación ya que, a partir de la reforma de 2011 se incorporan con el máximo rango jurídico los derechos humanos previstos en numerosos tratados internacionales suscritos por el Estado mexicano. En dicha lógica, probablemente sea momento de tender hacia la mínima previsión de los contenidos de las prerrogativas fundamentales, dejando que los instrumentos internacionales, así como su interpretación y aplicación, inspiren el dinamismo necesario en aras de una mayor protección de derechos y libertades.

Por otro lado, como “freno” a esta labor sería de la mayor utilidad reconocer un “núcleo duro” de derechos que no admitan restricción o suspensión, lo que abonaría a una mayor protección del gobernado. Entender los derechos humanos en serio, no más restricciones absolutas e inconvencionales; ni concesiones graciosas por parte del Estado, como parece acontecer en el caso de los denominados mecanismos de democracia directa y la equidad de género. Estos últimos son derechos y deben ser respetados.

Aunado a lo anterior, me parece que el texto aún es deficiente en protegerse a sí mismo y esto, en última instancia, deriva en una afectación al acceso a la justicia. Es conveniente adoptar un capítulo que prevea la totalidad de mecanismos de derecho procesal constitucional, incluyendo supuestos como la omisión legislativa o reglamentaria, que permitan obligar a la instrumentación de las disposiciones, abonando a su plena efectividad y cumplimiento. A esto se debe sumar una profunda y exhaustiva revisión de los transitorios porque, en última instancia, son normas que limitan la plena vigencia del texto fundamental.

Adicionalmente, la configuración del Estado es sumamente diversa a aquella que surgió en 1917. Prueba de ello son los organismos constitucionales autónomos. ¿Qué son estos entes públicos? Supuestamente son instancias que se crean para favorecer la especialización, dotándoles de diversos grados de independencia y colocándolos en un plano de coordinación o igualdad con el resto de los órganos de poder. Sin embargo, resulta que a veinticinco años de su creación, actualmente existen diez entidades de este tipo; en su mayoría con diseños distintos y contradictorios. Ni hablar de los sistemas, que si bien ciudadanizan, también dinamitan la función pública y el ejercicio del poder del Estado, lo que pudiere redundar en perjuicio de su eficiencia. Me parece que la adición de un capítulo en el que se prevean reglas generales aplicables a la totalidad de estas instancias, principalmente por lo que hace a sus funciones, autonomía y nombramiento de quienes los integren, permitiría un verdadero equilibrio entre éstos y el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. De la mano a lo expuesto, las leyes generales deben tener un fundamento claro; el interminable artículo 73 no basta para separar de forma clara lo que compete a cada orden de gobierno.

En este ejercicio, el espíritu de los constituyentes de hace 100 años no puede venir a cuento en 2018. La protección de los derechos de las personas, sobretodo de aquellas que integran los grupos de atención prioritaria o que históricamente han sido vulneradas y la garantía de que el ejercicio de los poderes públicos se sujete a las formas democráticas, no puede quedar al capricho de un gobernante. En estos tiempos electorales se escuchan propuestas absurdas que sugieren volver al texto de la Constitución del 17; pero si los ciudadanos conocieran su Constitución esto no tendría eco. Basta decir que las mujeres no tendríamos derecho al voto, que la educación básica y gratuita sería solo hasta primaria, que cabría la posibilidad de la pena de muerte, entre muchas otras regulaciones hoy inaplicables e inaceptables.

Me parece importante aclarar que no me refiero a poner en marcha el proceso de una nueva Constitución. El mecanismo de reforma es idóneo políticamente y suficiente jurídicamente para lo aquí apuntado. Depurar debe ser la prioridad; no más artículos como el 41 que establece incluso tiempos en radio y televisión. En dicho sentido, abogo por una Constitución sencilla, bien estructurada y que por su claridad se respete, siempre.