Sin duda, 2018 representa el mayor reto electoral al que los ciudadanos mexicanos nos hemos enfrentado. Nunca antes en la historia político electoral de este país nos hemos encontrado ante un panorama como al que nos enfrentaremos este 1 de julio. Esta jornada nos presenta la desaparición de los partidos políticos; por lo menos como los habíamos entendido hasta ahora. En este proceso electoral los colores y las siglas partidistas no significan nada, no representan nada puesto que no hay ideología, cuando menos no hay ideología partidista.
Terminaron las precampañas, concluyó el periodo de recolección de apoyos ciudadanos para los candidatos “independientes”, se esbozaron las listas de los aspirantes a integrar el Congreso de la Unión en la próxima Legislatura, se consolidaron o fisuraron las coaliciones electorales y, aquí en la Ciudad de México, salieron a brote numerosas problemáticas. Todo ello, en un contexto en que un nuevo sismo parece buscar recordarnos, aunque muchos no escuchen la alerta, que existen cosas más importantes que la mera demagogia y el juego político.
Frente a las renuncias y tránsfugas partidistas, estimo que es momento de valorar si nuestro sistema electoral está bien diseñado; puesto que ante la falta de nuevos perfiles políticos es común que quienes ocupan los cargos de más alto nivel abandonen su función en busca de otro (chapulineo); y que las Instituciones se vean obligadas a quedar en suspenso durante el proceso electoral. La legislación electoral vigente es sin duda una de las peores legislaciones electorales y, como siempre sucede en estos casos, seguramente habrá otra reforma político electoral y es precisamente en ese contexto que debemos valorar, por ejemplo, que se permita que los periodos de gracia previstos entre un puesto y el otro sean menores, o incluso que se elimine la prohibición a que sean candidatos en funciones. El reto está en saber distinguir los supuestos para lograr el mejor diseño. Por ejemplo, el riesgo del uso de recursos públicos para proselitismo electoral no es el mismo si se trata de un legislador que busca hacer campaña para formar parte de otra de las cámaras del Congreso o buscar la reelección, que el caso de un titular del Ejecutivo que está siendo contemplado para integrar un escaño legislativo o que aspira a la Presidencia de la República.
Me preocupa enormemente la desvinculación entre política y derecho. Al parecer estamos en un juego donde lo único importante es ganar, lograr un espacio, no importa si se omiten o transgreden los requisitos constitucionales para ocupar cargos públicos, ya sea que se trate de las listas aprobadas por los partidos a las candidaturas de representación proporcional, que incluyen perfiles que no cumplen con requisitos básicos como la residencia, o el plazo entre una función pública y otra; pero también por la mezquina aspiración de un gobernador con licencia que no solo no se separó del cargo, sino que, al parecer, hizo uso del mismo para apoyar su pretensión de ser candidato a la Presidencia de la República, lo que se da en un entorno de fuertes sospechas de violación a la ley electoral, llevada a cabo por parte de los llamados candidatos “ciudadanos”. En dicho contexto, en la Ciudad de México, el titular del Poder Ejecutivo se va, dejando pendiente el proceso de reconstrucción y la reforma política de la ciudad que se encuentra inacabada. La Asamblea Legislativa del Distrito Federal excede sus facultades, ahora por lo que hace al presupuesto de egresos para la reconstrucción, lo que en un acto de mera dignidad generó la renuncia de los comisionados, y la posterior suspensión de trabajos de la Comisión para la Reconstrucción y Transformación de la Ciudad de México.
El proceso en este 2018 nos plantea retos de tal envergadura que hemos llegado a escuchar propuestas (ocurrencias) como la de una nueva Constitución, no jurídica, no política, sino “moral”. Lo anterior es grave, máxime si se toma en cuenta lo más básico, la moral y el derecho son cosas diversas; ¿cómo se harían exigibles los buenos deseos adoptados por un grupo de ilustres, “ciudadanos de buena voluntad”?
Toda Constitución comprende, naturalmente, principios y valores que son característicos a la sociedad de la cual son base y sustento, pero hablar de un “código del bien”, que prevea la honestidad, la verdad, la justicia y la reconciliación mediante el amor, para “alcanzar la verdadera felicidad”, me genera la siguiente pregunta: ¿qué concepción moral inspirará este supuesto nuevo paradigma? Porque esta idea se anunció haciendo alusión a la doctrina cristiana, pasando por alto la separación Estado-Iglesia. En dicho sentido, invito a quienes suscriban esta idea a que lean, entre otras disposiciones, la base segunda de nuestro artículo 3 constitucional, que dota de contenido nuestro orden democrático. Disfrazar un cambio o reforma constitucional, de transformación basada en el amor, es una falsedad para buscar el control político, mediante una nueva fuente de legitimidad. ¿Es simple demagogia o el anuncio de un golpe de Estado? No lo sé, pero definitivamente no hay margen de error.
El 31 de enero pasado, se publicó el Índice de Estado de derecho 2017-2018, por parte del World Justice Project, en el que México se ubicó en el lugar 92 de 113 países evaluados. Todo lo aquí descrito me parece sin duda sintomático de la alarmante situación traída a cuenta en dicho estudio. De ahí la importancia de buscar construcciones estatales más sólidas, que resistan la división, crispación y efervescencia social generada por los procesos electorales.
Frente a lo que parece una clara prevalencia de la demagogia sobre la función y el servicio público, veamos los sismos del pasado fin de semana como recordatorio de lo que realmente importa. De una u otra forma, lo cierto es que el contexto político mexicano cambiará radicalmente; ya comenzó a hacerlo. Debemos salvaguardar la capacidad de hacer gobierno, antes y después del 1 de julio de este año, con independencia de quién sea el vencedor.