La contrarreforma hacia las audiencias/VII-X
Derivado de las fuertes coacciones ejercidas por el poder mediático ante la opinión pública por haber aprobado los derechos de las audiencias en México a finales de 2016, el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo renunciaron al compromiso constitucional de reconocer tales garantías comunicativas fundamentales que tres años antes habían aprobado con plena conciencia y convicción en el Congreso de la Unión, presumiéndolas mundialmente como un gran logro en el ámbito de los derechos humanos del país. Así, emplazaron respectivamente dos controversias constitucionales ante la Suprema Corte para impedir el avance de estas garantías comunicativas de los ciudadanos largamente esperadas durante el siglo XX y principios del siglo XXI: por un lado, la controversia del Poder Legislativo, a través del Senado de la República; y, por otro lado, la controversia del Poder Ejecutivo.
A través de ambas controversias se fundamentó que dichas garantías eran anticonstitucionales, pues aunque fueron aprobadas por el Congreso de la Unión, presentaban vicios de origen ya que el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) no tenía autoridad para regular los derechos de las audiencias, pues forman parte de los derechos humanos y estos exclusivamente podían ser normados por el Poder Ejecutivo. Por este motivo, demandó jurídicamente al Congreso de la Unión por haber delegado esa competencia excepcional a un órgano autónomo de las comunicaciones nacionales.
De esta manera, se justificó por ambos lados que los derechos de las audiencias estaban comprendidos dentro de los términos del artículo sexto constitucional, que está relacionado con el derecho humano del acceso a la información, por lo que cualquier regulación que se necesitara realizar sería una competencia del presidente de la república mediante el reglamento respectivo.
Por consiguiente, para el Poder Ejecutivo, la regulación de los derechos de las audiencias no podía ser establecida a partir de lineamientos aprobados por el IFT, sino que debían de estar normados, regulados y previstos en términos de la Constitución y las convenciones sobre derechos humanos; es decir, en caso de ser reglamentados, le correspondería elaborarlos al presidente de la república y no a otro sector.
En este sentido, el Estado mexicano (Poder Ejecutivo y Poder Legislativo) se convirtió en un títere institucional manejado por el poder mediático al renunciar a su responsabilidad esencial de velar por los derechos y las necesidades comunicativas de los grandes grupos sociales abandonados durante casi un siglo, y protegió los intereses de los grandes monopolios de la radiodifusión en el país que permanentemente han sido favorecidos con creces por el sistema de poder político.
Mediante tales acciones jurídicas el poder mediático en alianza con el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo intentaron debilitar la autonomía del IFT, que tardó décadas en crearse para establecer mayores equilibrios dentro del ámbito de las telecomunicaciones y la radiodifusión en México. Esto con objeto de evitar que existiera un órgano independiente que regulara el funcionamiento de los procesos de comunicación en el espacio púbico mediático y que los monopolios continuaran con dinámicas de “autorregulación” que les permitía salvaguardar sus intereses.
Así, el poder mediático consiguió nuevamente que dos de los tres poderes constitucionales que sostienen la república —Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo (Senado)— se doblegaran ante las exigencias de la telecracia. En este sentido, la fuerza político ideológica de los poderes fácticos mediáticos logró colocar a su servicio a una parte del Congreso de la Unión y a la Presidencia de la República convirtiéndolas en una marioneta para defender sus intereses comerciales, a costa de sacrificar garantías comunicativas elementales de los ciudadanos consagradas por la Constitución política mexicana.
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