La globalización está en el centro de toda reflexión sobre los desafíos de nuestro tiempo. Convertida en cliché para explicar los procesos políticos, económicos, sociales y culturales de la pos-Guerra Fría, no siempre abarca todas las modalidades de la cooperación y el conflicto y tampoco es útil para analizar el componente político y los factores de poder que relegan a muchos países a la condición de espectadores pasivos de las relaciones internacionales. La naturaleza de la globalización es, en sí misma, siniestra, porque esconde o desdibuja realidades que no se pueden visualizar bajo el prisma económico y que tampoco son resultado del cambio tecnológico o de la revolución de las comunicaciones. El mundo es mucho más complejo que el mercado y hay situaciones supervivientes, que trascienden esa globalización, las cuales reflejan conflictos de naturaleza distinta, incluso histórica, identitaria y cultural. Tal es el caso, entre otros no menos relevantes, del diferendo en Oriente Medio, donde tradiciones religiosas se mezclan con aspiraciones políticas, para crear un entorno volátil y peligroso para la paz en esa y otras regiones del mundo, donde el nombre de Dios se invoca como pretexto para saldar cuentas coloniales y neocoloniales.

En este complejo escenario, las relaciones entre Estados Unidos y Rusia, y en otro plano, de ambos con China, acusan una especial complejidad. La vocación hegemónica de estos tres países reproduce riesgosas dinámicas del antiguo enfrentamiento Este-Oeste y no les permite asumir la responsabilidad que les corresponde como superpotencias comprometidas con liderazgos constructivos y con la definición de las nuevas reglas del juego diplomático mundial. Washington, Moscú y Beijing, enfrascados en la narrativa de la globalización y protectores de sus intereses económicos y financieros, buscan ampliar zonas de influencia y desdeñan atención o administran su involcramiento en conflictos potencialmente explosivos, como ocurre con la vergonzosa guerra en Siria; la pasividad frente a la asechanza rusa en la cuenca del Mar Negro, y de manera destacada, con la inflamada retórica militarista de Corea del Norte y la insistencia de Irán en desarrollar la energía atómica con fines no pacíficos.

En todos estos casos, la globalización poco dice de los intereses estratégicos e ideológicos de dicha tríada de naciones, que en la antigua lógica de la Guerra Fría y para evadir enfrentamientos directos, trasladan sus diferencias a teatros de conflicto en diversas regiones de la esfera. Aunque el socialismo ha sido sustituido por la economía de libre mercado y la democracia representativa, ello no es suficiente para desterrar la lógica del enfrentamiento entre estos países, que encarnan animadversiones con capacidad para detonar un enfrentamiento de proporciones mayores. Para explicar esta inédita coyuntura y los hilos que la mueven, la narrativa de la globalización es insuficiente. Ha llegado el tiempo para ser creativos y buscar nuevos conceptos, que permitan analizar y dar respuesta a las relaciones internacionales y a los paradigmas políticos que estimulan el excepcionalismo nacional, el aislacionismo, la revancha y las escabrosas modalidades de mantenimiento de la paz, a partir de la constante y silente preparación de una guerra que podría acabar con la historia de la humanidad.

Internacionalista