La paz mundial y la concordia social están en vilo. La convivencia global y la vida interna de las naciones son particularmente complejas y dejan ver el desencanto de la gente con las instituciones multilaterales y con los sistemas políticos y de gobierno. En todos los casos, el deterioro de su credibilidad se asocia con su incapacidad para responder a problemas serios, como son, respectivamente, el establecimiento de un orden mundial que refleje la realidad de la pos Guerra Fría, o el combate a la pobreza y la oferta de oportunidades, que son las más elementales demandas ciudadanas en todos los países del orbe. Esa falta de credibilidad propicia la descalificación de la política y que se le asocie con la corrupción y el oportunismo. Y los partidos políticos no se quedan atrás: la gradual pero creciente pérdida de sus identidades ideológicas los está transformando en meros clubes electorales, en plataformas para ganar elecciones y representar intereses no siempre claros, aunque por supuesto asociados al gran capital y al mundo de los negocios.

De una manera u otra, la palabra crisis es denominador común del siglo XXI y se vincula esencialmente con tres grandes exigencias: el establecimiento de la paz firme y duradera, en un mundo asolado por diferentes tipos de violencia; la vigencia efectiva del Estado de derecho y el combate a la corrupción; y el desarrollo social con justicia. Es una tríada compleja, que abarca todo, afecta a todos y no ofrece soluciones sencillas. Los tiempos que corren, revueltos, confusos y con esperanzas acotadas, frustran a nuevas y viejas generaciones, que identifican en los tableros global y nacionales, condiciones propicias para preparar la guerra como medio para mantener la paz; para la reproducción perversa del poder a partir de la explotación de las necesidades de la gente; y para la utilización de las instituciones —democráticas o no— para legitimar ciclos gubernamentales, y en los peores casos, reprimir ferozmente las disidencias.

El globo terráqueo está amenazado y sus partes, unas más que otras, gravemente afectadas. No son estos tiempos adecuados para creer que en breve las cosas podrán ser distintas. La esperanza que trajo consigo el fin de la Guerra Fría y la expectativa de que, finalmente, mundo y naciones se encaminarían hacia el desarrollo integral y sostenido han probado ser falaz. Lejos de ofrecer opciones que se dirijan en ese sentido, a diario somos testigos de eventos que nos dejan sin aliento. Todo indica que el diálogo edificante al que están llamados los líderes mundiales cede a bochornosos capítulos de indolencia, manotazos, amenazas y espionaje; que el terrorismo tiende a consolidarse y erosiona la tolerancia entre pueblos que no comparten ideas políticas o dogmas religiosos; y que los diferendos comerciales pueden transformarse en guerras. Naciones Unidas, atada de manos porque carece de herramientas para operar en estas condiciones, hace lo que puede en su agenda económica y social, consciente de que es víctima de intereses hegemónicos. Y en este desolado paisaje, la gente común no ve la suya y se resigna a tolerar monarquías corruptas, democracias que no lo son y, en fin, regímenes que se dicen justicieros y que solo han traído hambre, pobreza y violencia a sus pueblos.

Internacionalista