A la memoria de Tomasito, este festín de lo mejor de la ópera francesa.

Apoyado por su familia que desde Saint-Étienne se trasladó a París para alentar el incuestionable talento musical de su hijo y que éste pudiera estudiar en el Conservatorio, Jules Massenet (Montaud, 1842-París, 1912) confirmó su vocación al obtener el prestigiado Grand Prix de Roma en 1863. Discípulo indirecto de Franz Liszt que llegó a proponerlo como auxiliar en su cátedra de piano, definió que su verdadera querencia era hacia el arte lírico al debutar con éxito en la Opéra-Comique, en 1867, con la obra en un acto La Grand Tante. Elogiado por otros importantes compositores como Tchaikovski y sus también dilectos profesores Ambroise Thomas y Charles Gounod, este extraordinario buen recibimiento se constataría, a su retorno después de servir como soldado en la guerra franco-prusiana, con sus subsiguientes Don César de Bazan y Le Roi de Lahore de 1872, y sobre todo su oratorio-drama Marie-Madeleine de 1873.

Compositor prolijo

Considerado el más importante compositor operístico francés del periodo de entre siglos, Massenet se formó e inspiró sobre todo en la gran tradición lírica decimonónica, a la vez de que fue un músico generoso que supo difundir en su país la obra de grandes maestros extranjeros de su predilección como el propio Liszt y por supuesto Wagner que igual había valorado sin recelos el mismísimo Baudelaire. Si bien algún comentarista de la época había definido su obra como una “inspirada sucesión de imágenes románticas de la vida”, por su siempre generosa inspiración melódica, por sus largas frases de sostenido lirismo, lo cierto es que el indiscutible talento de Massenet de igual modo se constata como un gran orquestador y además un sabio hombre de teatro. Profesor titular de composición del Conservatorio de París desde 1878, reconocidos alumnos suyos como Charpentier, Hahn y Chausson supieron valorar las invaluables enseñanzas de un maestro no menos sabio y desprendido.

Autor de casi una treintena de obras líricas de distinta manufactura, entre las que destacan su  bíblica Herodías de 1881, o su muy popular Manon de 1884 (a partir de la famosa novela dieciochesca Manon Lescaut de Abbé Prévost, como la homónima de Puccini), o su poema épico de inspiración castellana El Cid de 1885, su otra ópera novelesca Esclarmonde de 1889, o su celebérrimo drama goetheano Werther de 1892, o Thaïs de 1894 (que contiene esa página de inconmensurable belleza que es la “Meditación religiosa” del segundo acto, un soberbio solo de violín), o su cervantina Don Quijote de 1910, la influencia de Massenet se refleja en otros destacados compositores como los veristas italianos Leoncavallo y Mascagni, o el propio Puccini, e incluso el Debussy de Pelléas et Mélisande. Compositor prolijo, tenía la capacidad de trabajar en varias obras a la vez y sin descanso, sin descuidar nunca su actividad docente ni sus propios montajes y estrenos, y aparte de sus casi treinta óperas, de igual modo se dio tiempo para escribir ballets, oratorios, cantatas, piezas orquestales y pianísticas, además de cerca de doscientas canciones de no menores belleza y profundidad líricas.

Autor que ha ido ganando presencia con otras obras de su extenso repertorio, más allá de sus más habituales Manon y Werther, su comedia de raigambre fantástica Cendrillon de 1899, en cuatro actos y con guión en francés de Henri Cain (a partir de la muy conocida versión de Charles Perrault del tradicional cuento de hadas Cenicienta), confirma el variado talento creativo de Jules Massenet. Si bien no es tan conocida como la precedente ópera en italiano de Rossini (La Cenerentola, de 1817), se reconoce en el lenguaje característico de un compositor que encontró de igual modo en la técnica del leitmotiv wagneriano —al que supo inyectarle una seductora ligereza francesa— un rasgo muy distintivo de su estilo. Estrenada en la Opéra-Comique de París, como otras de su autor y en la cumbre de su carrera, tuvo un éxito inmediato, con cerca de cincuenta representaciones en su primera temporada.

 

El MET, a la cabeza

Incluida para cerrar la reciente temporada de la Metropolitan Opera House de Nueva York que se retransmiten en vivo en el Auditorio Nacional y varias salas de cine (si bien nada hay como la ópera en vivo, esta modalidad nos ofrece a cambio tomas cercanas y desde diferentes ángulos, el backstage siempre revelador y entrevistas), una nueva producción de esta encantadora y divertida ópera del genio francés ha hecho énfasis en la gracia y el dinamismo de una obra que revela la no menos generosa vis cómica de Massenet. Si bien escrita para la denominada soprano Falcon o “De sentimiento dramático”, para contrastar así con el travestido de remembranza mozartiana del Príncipe Encantado para mezzo (en esta ocasión la destacada inglesa Alice Coote, de brillante carrera con el repertorio barroco), el protagónico ha vuelto a recaer en otra mezzosoprano de coloratura, ahora la extraordinaria estadounidense Joyce DiDonato, también especialista con muchos roles del acervo barroco, Mozart y el mismo Rossini; la en esta obra sí definida soprano coloratura, la de la Hada Madrina, lo hizo ahora en la coreana de impecable técnica Kathleen Kim.

Las partes de mayor peso bufo, la madrastra Madame de la Haltière y el padre Pandolfe, las cantaron aquí, respectivamente, la sobresaliente mezzosoprano (con auténticos registros bajos de contralto) norteamericana Stephanie Blythe y el no menos apreciable barítono francés (por cierto, pareja desde hace muchos años de la primera soprano coloratura Natalie Dessay) Laurent Naouri. En conclusión, en lo que al apartado vocal se refiere, incluidas otras partes menores (las hermanastras, por ejemplo), y el mismo coro que en esta obra tiene una participación más o menos destacada como en otras obras de Massenet, confirmaron por qué el MET sigue estando a la cabeza entre las casas de ópera de primer orden, por su amplio y variado repertorio, por sus extensos y prominentes elencos, por sus producciones fastuosas, por el creciente número de funciones por temporada.

Con una muy dinámica y vistosa puesta en escena de Kristine Mclntyre que sacó lo mejor del original y de su elenco con trayectoria y experiencia, mucho contribuyeron de igual modo tanto la escenografía minimalista pero práctica y lucida como el vestuario suntuoso del conocido Santo Loquasto, en función de la atmósfera de este más que conocido cuento de hadas. La batuta invitada para la ocasión, un más que especialista en este género, fue el de igual modo galo Bertrand de Billy, quien subrayó las mejores virtudes de un músico que en esta partitura alcanza uno de sus momentos de mayores lirismo y esplendor. Una de las obras más exponencialmente explosivas del genio de Jules Massenet, que por su frescura y sus recursos de contraste (brillo melódico y vocal, lirismo, esplendor orquestal, humor, imaginación, colorido) rinde tributo a gloriosos tiempos anteriores de la ópera, esta exquisita y equilibrada puesta constata por qué se trata de una ópera que con toda justicia ha ido recuperando la presencia protagónica que alguna vez tuvo sobre todo en su oriunda Francia.