En un mundo complejo, donde lo doméstico y lo internacional están profundamente vinculados, la política exterior de cualquier país es crucial para su posicionamiento eficaz en los circuitos económicos de la globalización y en los diferentes foros multilaterales. Esa política exterior es igualmente relevante para que los respectivos países atiendan el doble objetivo, prioritario, de fomentar su desarrollo y garantizar su seguridad nacional.
Hoy, cuando los gestos unilaterales lastiman la confianza y buena fe que deben regir las relaciones internacionales, la política exterior está llamada a concebirse a partir de una definición muy clara del interés nacional, que confiera prioridad a la soberanía y apuntale la gobernabilidad, así como la integridad, estabilidad y permanencia de los diferentes Estados y sus instituciones. Por lo que hace a las grandes potencias y a otros países que aspiran a mantener o decantar hegemonías, la proyección de su interés nacional ocurre siempre en términos de poder y se manifiesta en su capacidad para desplegarlo, incluso mediante el uso de la fuerza. En el caso de otras naciones que no persiguen esas ambiciones, y que en términos generales registran un menor desarrollo relativo, ese interés nacional se fragua en su participación en espacios de concertación internacional que les abren puertas, les facilitan diálogos con terceros actores y les brindan oportunidades de progreso y bienestar a sus respectivas poblaciones.
La política exterior de este segundo grupo de naciones a menudo se apoya en el denominado “poder suave”, que convoca la atención de la comunidad mundial a partir de fortalezas internas como son, entre otras, el tamaño y estabilidad de la economía; el nivel de desarrollo político e institucional; la singularidad de la historia y cultura nacionales; así como la calidad y atractivo de destinos turísticos y eventos de clase mundial que cada país ofrece. Ciertamente, ese poder suave tiene efectos multiplicadores cuando se respalda en el prestigio diplomático alcanzado por las respectivas naciones gracias a la congruencia de su voz en renglones destacados de la agenda global, como la cooperación para el desarrollo, la observancia y desarrollo progresivo del derecho internacional y el fortalecimiento de la paz y la seguridad mundiales.
Toda aquella política exterior que recurre al poder suave se nutre de un interés nacional esencialmente constructivo, útil para articular voluntades diplomáticas entre países que aspiran a hacer de la globalización un fenómeno virtuoso para todos y que, por lo tanto, trabajan para remontar, de forma responsable y creativa, las dificultades y tensiones de la coyuntura mundial actual.
Ciertamente, México cuenta con una política exterior de este tipo, la cual es reconocida por su congruencia, previsibilidad y fidelidad con las grandes causas de la humanidad. En un notable ejercicio histórico de pragmatismo, esa política exterior, constitucional y por ello de principios, es palanca de apoyo al desarrollo y se fundamenta en las diversas fortalezas nacionales e internacionales del país, las cuales sustentan el poder suave de su prestigiada diplomacia. En la discusión nacional, es pertinente pensar en la conveniencia de reconocer, formalmente, que nuestro país tiene una sólida política exterior de Estado.
Internacionalista