De manera reiterada, y más ahora en tiempos electorales, tanto organizaciones campesinas, como luchadores sociales y especialistas en la materia han denunciado los peligros que entraña la creciente dependencia alimentaria que vive México, así como las condiciones de extrema pobreza y persecución que viven los campesinos. Y es que en efecto, como gritan las organizaciones con su propio nombre: “Sin maíz no hay país” y “El campo no aguanta más”. Ciertamente la crisis del campo mexicano se inicia desde mediados de los años sesenta, o sea antes de la gran crisis estructural que estalla en los setenta, de modo que incluso algunos autores aseguran que, en nuestro país, la crisis del campo es la causa de la crisis económica. Aunque no coincido con esta interpretación, es indudable que en el caso de México la situación del campo ha sido un factor agravante de la crisis estructural.

Para entenderlo hay que recordar que desde los años cuarenta, a través de políticas específicas, se lleva al campo a cumplir con el papel de impulsar la industrialización, pues son las exportaciones agropecuarias las que proporcionan las divisas necesarias para la importación de maquinaria y equipo. Además de proporcionar alimentos baratos para la población urbana, a través de los precios de garantía que permanecen inamovibles durante décadas, mientras los productos manufacturados sí aumentan y, por lo tanto, se establece un intercambio desigual, se consigue una enorme transferencia de recursos del campo a la industria, o sea una descapitalización del agro. Esa descapitalización genera, ya en los años setenta, el abandono de parcelas por campesinos que ya no pueden mantenerse en la producción.

La respuesta gubernamental a la crisis va a empeorar todavía más la situación, a partir de la aplicación de políticas neoliberales, que sostienen la falacia de que es mejor importar los alimentos, pues resultan más baratos por la mayor productividad en países que disponen de mayor tecnología. Se trata de una falsa afirmación, porque en primer lugar no es cierto que en el mercado internacional los precios se mantengan a la baja, y, al contrario, se trata de un mercado inestable, sujeto a una enorme especulación, y con frecuencia con alzas espectaculares que han significado la multiplicación de las hambrunas en el mundo. Además, la preferencia por la importación de alimentos conduce a la ruina a millones de campesinos que en sus pequeñas parcelas se han especializado, durante siglos, en la producción de alimentos, como el maíz, dedicados al mercado interno. Los empresarios agrícolas y ganaderos, en cambio, a través de la exportación, han obtenido millonarias ganancias durante los años del neoliberalismo.

La consecuencia de esa orientación ha sido todavía más grave, pues ha significado una profundización de la dependencia alimentaria hasta niveles alarmantes. Según la FAO, México importa 43 por ciento de los alimentos que consume y es el segundo país importador de alimentos per cápita, después de Japón. La alimentaria es la más grave de las expresiones de la dependencia, en tanto se convierte fácilmente en instrumento de chantaje, en lo que se ha llamado el arma alimentaria.