Numerosas organizaciones, tanto ecologistas como campesinas, han alertado sobre la privatización del agua que está en curso. El asunto se enmarca en el proceso de privatización que ha abarcado prácticamente todas las áreas de la economía y que ha transformado el papel del Estado en México y en casi todo el mundo. Si miramos un poco al pasado, en la etapa de las políticas económicas de corte keynesiano, a lo que también se llamó (sin duda erróneamente) como el Estado benefactor, este cumplía cuatro tareas fundamentales, todas ellas funcionales a los intereses de las burguesías en los países capitalistas, lo mismo los altamente industrializados que los subdesarrollados.

Por un lado, la creación de infraestructura, como carreteras, puertos, aeropuertos, presas, etcétera, para facilitar la producción y la circulación de las mercancías. Además, velar por los intereses de las burguesías nacionales y representarlas ante las de otras naciones. Una tercera función era proporcionar un conjunto de servicios sociales, como educación, salud, subsidios al consumo alimentario, a la vivienda, al transporte, con lo que asumía un conjunto de gastos, que de otra manera recaerían sobre los ingresos de los trabajadores, lo que obligaría a exigir mayores salarios y de esta manera redundaría en los costos de los empresarios. Así el Estado asumía parte del costo de la fuerza de trabajo y, al mismo tiempo, al tener como beneficiarios directos a los trabajadores, ayudaba al control de las masas y a mantener la paz social. La cuarta, desde luego, era la creación y operación de un amplio conjunto de instituciones para sustentar el orden capitalista y la intervención directa en la economía en áreas estratégicas para disminuir costos y crear condiciones propicias a la acumulación de capital.

La crisis económica estructural que se inicia en los años setenta transformó todo. Como ya he comentado en estas páginas y es prácticamente un consenso entre economistas, la principal causa de esta crisis es la caída de la tasa de ganancia. Frente a ese hecho, el mayor problema de los capitalistas era y es encontrar campos de inversión que les garanticen una acumulación ampliada de capital. En esa condición, ya no les importaba que los Estados asumieran costos de la fuerza de trabajo, sino que cediera a la inversión privada los servicios que constituían campos seguros de obtención de ganancias. La ola privatizadora empezó en Inglaterra y Estados Unidos, cuando coincidieron en el poder Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y continuó en el mundo. En ese proceso, hay que decir que México, a partir de la implantación del neoliberalismo con Miguel de la Madrid, batió récords en cuanto al número de empresas y áreas privatizadas, y en cuanto a la rapidez del proceso. Entre los casos más notables, la privatización de Teléfonos de México  a Carlos Slim y la reciente de la industria petrolera.

En este marco se ubican los diez decretos emitidos por el presidente Peña Nieto en relación con el agua. Ciertamente, los decretos no constituyen en sí mismos la privatización, sino que abren el camino para que esta sea posible a través de una nueva Ley General de Aguas para la que ya se tiene el proyecto en la Cámara de Diputados. En lo que consisten los decretos es en eliminar la veda que protegía un amplio número de cuencas hidrológicas, y establecer la posibilidad de otorgarlas en concesión a empresas privadas. Naturalmente, la eliminación de la protección ha causado escándalo, sobre todo porque se sabe de las enormes cantidades de agua que necesitan las cerveceras, las mineras a cielo abierto que se han multiplicado en el país y la utilización del método del fracking para extraer hidrocarburos. Por eso, se ha escuchado la protesta y la presentación de amparos, tanto por las organizaciones campesinas, como por ecologistas que asumen, con razón, que las concesiones constituyen un despojo y afectan los cultivos y que la apropiación privada a través de las concesiones contraviene el principio constitucional de considerar el agua como un derecho humano.