¿Qué otra cosa es el hombre
sino memoria de sí mismo?

J. A.

Varias generaciones compartimos el enorme privilegio de conocer y ser discípulos de Juan José Arreola (Ciudad Guzmán, Jalisco, 1918-Ciudad de México, 2001), en nuestro caso, en la carrera de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía de la UNAM donde su seminario era uno de los más exitosos y concurridos. Correligionarios de una misma devota admiración por el gran escritor de prosa impoluta y el elocuente orador que con su seductora personalidad y su desbordada sapiencia nos mantenía absortos, escucharlo o dialogar con él era un auténtico y arrebatador gozo. Hace poco escuché a mi otrora también estupendo maestro Gonzalo Celorio compartir una muy atinada definición de estos dos grandes talentos del autor de La feria, en función de otras de sus dos grandes pasiones, al relacionar al laborioso y perfeccionista escritor con el meticuloso ajedrecista que escoge con paciencia la jugada maestra, y la deslumbrante rapidez mental del prodigioso y locuaz conversador con la precisa agilidad del jugador de ping-pong.

Con varios amigos en común, con don Rafael Solana y otros más coincidimos en el homenaje nacional que a Ramón López Velarde se le hizo en su natal Zacatecas en 1988, con motivo del centenario del natalicio de nuestro poeta moderno por antonomasia, y donde Arreola mismo figuró como uno de los principales oradores porque era especialista en la materia y constituía una de sus más consagradas pasiones. Ya en la Facultad nos había deslumbrado con su conocimiento de la vida y la obra del autor de La suave patria, de las que escribió y publicó mucho, como el ya paradigmático y por demás gozoso gran ensayo, editado más recientemente en Alfaguara, Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario. Por él también accedimos a otros escritores fantásticos de su predilección como el francés Marcel Schwob, que conocía a la perfección y citaba en su idioma original, porque otra de sus grandes virtudes era tener una memoria prodigiosa.

Pulcro estilista desde sus inicios

Un año más joven que su coterráneo y entrañable amigo Juan Rulfo, desde su primer pequeño relato “Sueño de Navidad” de 1941, publicado en el periódico El Vigía, se reconocen los enormes recursos literarios de quien se convertiría en uno de nuestros más dotados y pulcros estilistas. Aprovechando también su no menos dedicada labor de juventud como encuadernador, en 1945 colaboró con el propio Rulfo y Antonio Alatorre en la publicación de la revista Pan, en Guadalajara, y dada su gran afición a las artes escénicas (había estudiado y trabajado como actor con Xavier Villaurrutia, Rodolfo Usigli y Fernando Wagner) que más tarde explotó en su larga y más que fructífera labor al frente de ese gran proyecto que fue “Poesía en Voz Alta”, viajó a París de la mano del reconocido actor Louis Jouvet, quien lo contactó con otras personalidades del medio como Jean-Louis Barrault y Pierre Renoir. A su regreso a México, ingresó en el Fondo de Cultura Económica como corrector, redactor y traductor del francés, y gracias a Alfonso Reyes obtuvo una beca en El Colegio de México donde el autodidacta se sintió inspirado para publicar su primer y ya revelador libro de cuentos Varia invención (aparecido originalmente en Tezontle, con portada de Juan Soriano), que desembocaría en otra beca ahora de la Fundación Rockefeller.

De 1952 es su obra maestra de madurez Confabulario, por la que recibió el Premio Jalisco de Literatura. En la década de los sesenta dirigió la colección El Unicornio e inició su admirable labor docente en la Universidad Nacional Autónoma de México donde permaneció hasta que su salud se lo permitió, porque decía que era igualmente otra de sus vocaciones inaplazables; en el Centro Mexicano de Escritores fue de igual modo figura protagónica. En 1963 vio la luz su única novela, La feria (Premio “Xavier Villaurrutia”), que constituye un parteaguas en su acervo, si bien conserva los rasgos distintivos de un escritor que en el detalle y la imagen sorprendente tiene dos de sus más persuasivos recursos de seducción, recordándonos en ocasiones a ese otro inefable gran prosista de nuestro idioma que es el noventaiochista Azorín. Por esos años precisamente había fundado la revista Mester, especio de lanzamiento y reunión de muchos jóvenes escritores, luego destacados, que en Arreola tuvieron a un promotor generoso y visionario.

Un juglar burlesco de la palabra oral y escrita

Autor de una obra personal breve pero condensada, en 1972 publicó su otro gran clásico Bestiario (destino final de su anterior Punta de plata, de 1958), donde el fabulador y autor fantástico de imaginación desbordada teje fino a partir de reinventar su realidad más cercana e inmediata, en simbiosis con el lector apasionado y perspicaz, con el observador atento y visionario, con el escritor diestro y obsesivo cuya impecable prosa poética —no por profunda, no exenta de finos humor e ironía— constituye uno de los espacios más reveladores y gozosos de nuestra narrativa contemporánea. Especie de juglar burlesco, tanto en la escritura como en el habla, su pasión dominante era la palabra vívida, serpenteante.

Figura señera del quehacer cultural del siglo XX que igual tuvo una notable presencia en los medios electrónicos, Juan José Arreola fue un escritor ampliamente reconocido en vida, haciéndose acreedor al Premio Nacional de Lengua y Literatura, al Nacional de Periodismo, al UNAM, al de su estado natal Jalisco, al “Juan Rulfo”, al “Alfonso Reyes”, al “Ramón López Velarde”, al FIL de Literatura en Lenguas Romances, a la Orden al Mérito del Gobierno de Francia, entre otros muchos juntos tributos a su obra literaria reducida pero excepcional, a su actividad varia y diversa vinculada a muchos ámbitos de la vida nacional, a su personalidad dominadora e influyente.