Sin duda las novelas policiacas son para el verano, igual que las de horror se leen en el invierno. Las historias de detectives no defraudan. Y las páginas de El sueño eterno del maestro Raymond Chandler (23 de julio de 1888 – 26 de marzo de 1959), trágica combinación de sabio y alcohólico, negro y brillante, son un deleite para el lector. Transcribo las primeras líneas de la edición de Plaza y Janés (traducción de José Antonio Lara):

Eran cerca de las once de la mañana a mediados de octubre. El sol no brillaba, y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba un aspecto lluvioso. Vestía mi traje azul oscuro, corbata, vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana, del mismo color, adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.

El recibidor del chalet de los Sternwood tenía dos pisos. Encima de la puerta de entrada, capaz de permitir el paso de un rebaño de elefantes indios, había un vitral en el que figuraba un caballero con armadura oscura rescatando a una dama que se hallaba atada a un árbol, sin más ropa encima que una larga y muy oportuna cabellera. Tenía levantada la visera de su casco, como muestra de sociabilidad, y jugueteaba con las cuerdas que ataban a la dama, al parecer sin resultado alguno. Me detuve un momento y pensé que, de vivir yo en esa casa, tarde o temprano tendría que subir allí y ayudarle, ya que parecía que, en realidad, él no intentaba desatarla […] En la repisa había un gran retrato al óleo […] Pensé que debía de ser el abuelo del general Sternwood. No podía ser el propio general, aunque había oído que éste era demasiado viejo para tener un par de hijas en la peligrosa edad de los veintitantos.

Estaba contemplando aún los ojos negros y ardientes cuando se abrió una puerta debajo de la escalera. No era el mayordomo que volvía. Era una muchacha, tenía alrededor de veinte años; era pequeña y delicadamente formada, aunque parecía fuerte. Vestía pantalones azul pálido, y le sentaban muy bien. Andaba como flotando. Su pelo tostado era fino y ondulado, y lo llevaba más corto de lo que se estilaba entonces; a lo paje, con puntas vueltas hacia adentro. Sus ojos eran azul pizarra y no tenían expresión ninguna cuando miraron hacia mí. Se me acercó y sonrió; tenía dientes pequeños y rapaces, tan blancos como el corazón de la naranja fresca y tan nítidos como la porcelana. Brillaban entre los labios delgados, demasiado tirantes. Su rostro carecía de color y no parecía muy saludable.

—Es usted muy alto —me dijo.

—Ha sido sin querer.

Sus ojos se agrandaron.

 

Novedades en la mesa

A cincuenta años de su publicación, El libro de los amores ridículos de Milán Kundera, con su severa mirada a las relaciones amorosas, sigue en las preferencias de los lectores, ahora en una edición de bolsillo de Tusquets.