La música de Pärt brinda oasis de reposo

en una cultura saturada de tecnología.

Alex Ross, El ruido eterno

Junto con los norteamericanos John Adams y Philip Glass, y sobre todo el polaco Henryk Górecki, el estonio Arvo Pärt (Paide, 1935) figura entre los músicos más valiosos e interesantes dentro de la más bien desigual corriente contemporánea minimalista. Quien llamó la atención desde sus años de estudiante en el Conservatorio de Tallin, bajo la tutela de Heino Eller hasta iniciada la década de los sesenta, este prolífico y talentoso compositor se dio a conocer con su ya singular partitura de juventud Necrología (1960), primera composición serial estonia que entonces incomodó a las autoridades soviéticas que veían en su autor a un músico diferente, abierto a otros ecos e influencias que chocaban con las rígidas formas propagandísticas de un régimen autoritario.

Director de grabación en Radio Estonia entre 1957 y 1967, y más tarde autor de la música de innumerables películas que afianzaron su popularidad, Arvo Pärt encontraría refugio en la exploración minuciosa de los compositores medievales franco-flamencos, apasionada especialidad que a la postre influiría notablemente en la construcción de su tan personal estilo. Seguido de un periodo de silencio introspectivo que se prolongó hasta la segunda mitad de la década de los setenta, por esos años se revitalizaría —él mismo ha hablado de un franco reinvento— con su primer contacto con la música de la Iglesia ortodoxa, en una especie de convencido adoctrinamiento que lo llevó a acabar de perfilar su definitiva personalidad musical. Su respuesta fue sumergirse en la tradición antigua, volver a las raíces de la música occidental, por lo que se aventuró al estudio concienzudo del canto gregoriano y las primeras apariciones de la polifonía en el Renacimiento.

Silencio autocrítico

Con el abandono definitivo de Estonia a principios de 1980, en un periplo que lo llevó primero a Israel y más tarde a Viena, para establecerse finalmente en Berlín, en el exilio se recrudecería una ferviente escritura, en vías de erigir uno de los catálogos más amplios e interesantes del acervo musical contemporáneo. La música que produjo en esta época fue radicalmente diferente, descrita por él mismo como “tintineante”, como el tañir de las campanas; entonces su escritura se caracterizó por armonías simples, por notas sueltas sin adornos, o por acordes triádicos que hacen la base de la armonía occidental.

Si bien la primera época de Arvo Pärt estuvo influida claramente, por obvias razones, por músicos rusos como Prokofiev y Shostakóvich, y en cierto modo también por el húngaro Bela Bártok, en el que podría denominarse su periodo neoclásico, tras la búsqueda de una personal vena creativa rechazó pronto los modelos tradicionales y comenzó a utilizar primero el dodecafonismo y el serialismo de Schönberg, y más tarde un collage de materiales diversos, en un eclecticismo a ultranza, como en su Sinfonía núm. 2 de 1966.

Tras un largo intervalo de silencio autocrítico por lo que había sido arribar a una especie de callejón sin salida, producto de una necesaria crisis personal tanto estética como personal, y luego de una etapa de transición en la cual utilizó la polifonía europea, como en su Sinfonía núm. 3 de 1971, por fin entró en una fase de reconocimiento absoluto de su personal poética, con la escritura de obras ya plenamente maduras como Tabula rasa de 1977, Passio de 1982 y su inefable Miserere de 1989. Así, bien se puede definir su estilo a través de un lenguaje tonal austero, de hondo lirismo y profunda belleza espiritual, con claras técnicas minimalistas y contrapuntísticas que son la esencia de su escritura, que ha influido a su vez notablemente en otros compositores estonios más jóvenes y de otros países como el polaco Zbigniew Preisner.

Quiso escribir una obra en honor de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego.

Obra que impacta y trasciende

Pionero del llamado “minimalismo sacro” que ha tenido en él a su mayor exponente, hace algunos años pudimos conocerlo en su primera visita a México, en un homenaje promovido por la propia embajada de Estonia en México (Agustín Gutiérrez Canet, entonces embajador de México en Finlandia, había recibido del compositor una oferta para escribir una obra en honor de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego), dentro del Festival Internacional Cervantino, donde ofreció un extraordinario y variado programa con piezas representativas de su tan personal lenguaje polifónico. Elocuente y poderoso compositor que conforme lo escucho, cada vez me gusta más, no me caso de oír su Fratres para violín, orquesta de cuerdas y percusiones; o su por demás portentoso Cantus en memoria de Benjamin Britten (mi primer contacto con la obra de Pärt, se trata de una memorable partitura en recuerdo del legendario músico y compositor inglés, escrita para orquesta de cuerdas y campana, a la muerte del autor de Peter Grimes); o su Lamento de Adam para coro mixto y orquesta de cuerdas; o su no menos representativo Salve Regina para coro mixto, celesta y orquesta de cuerdas; o su Te Deum para tres coros, orquesta de cuerdas, piano y arpa.

Uno de los músicos más interesantes y también populares dentro de una corriente minimalista que ha dado algunas de cal por muchas de arena, con algunos autores verdaderamente valiosos pero de igual modo otros para el olvido, Arvo Pärt es creador de una obra que impacta y trasciende por su sólida raigambre, por el innegable talento creativo de su artífice abierto a múltiples formas y sonoridades, como resultado de un conocimiento profundo y puntual de los distintos lenguajes y voces que conforman el acervo de la música occidental desde sus orígenes.

Respetuoso y gran conocedor de la voz humana como instrumento musical por antonomasia, el primero y el más sublime de todos, este notable músico estonio es forjador de una ecléctica obra orquestal, instrumental y vocal que seduce por su profunda espiritualidad y su elocuente mesura, dentro un mundo cada vez más asaltado por el ruido atronador y sin sentido.