Durante todo el siglo XX, la calificación de la elección de presidente de la república fue de naturaleza política; era atribución que la Constitución federal otorgaba a la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, erigida en Colegio Electoral, hasta que el sistema se agotó, por los vicios que lo minaron con el transcurso de los sexenios. Para 1988, esa calificación política, alejada del derecho, sustentada solo en intereses y criterios políticos, dejó insatisfacciones profundas, incredulidad y desconfianza casi insuperables, lo cual condujo, finalmente, a la ciudadanización de las instituciones electorales. La Comisión Federal Electoral había cumplido su misión histórica, durante el tiempo que existió el PRI, en sus tres versiones, como partido hegemónico, sin contrapesos legales reales y sin oposición formal auténtica.

Para 1994 era ya insostenible la vigencia de esa calificación política, circunstancia que indujo a un error institucional, quizá de buena fe. Con la pretensión de dar mayor fortaleza jurídico política y credibilidad a la actuación del Tribunal Federal Electoral, con la reforma constitucional de agosto de 1996 se le despojó de su autonomía constitucional y quedó incorporado a la estructura orgánica del Poder Judicial de la Federación, como máxima autoridad jurisdiccional en la materia y órgano especializado de ese Poder.

Con esta reforma se otorgaron al nuevo Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación tres facultades de especial relevancia, pero de naturaleza administrativa, no jurisdiccional: 1) hacer el cómputo nacional de la elección de presidente; 2) calificar la elección, para declarar su validez o nulidad, aun cuando casi nadie pensaba en esta última posibilidad, y 3) calificar la elegibilidad del candidato triunfador.

Conforme a la legislación vigente, el cómputo distrital de la elección de presidente es la suma que cada uno de los 300 Consejos Distritales del INE hace, el miércoles siguiente al domingo de la jornada electoral, de los votos obtenidos por los partidos y los candidatos, en las urnas de cada mesa directiva de casilla, de todas las instaladas en los 300 distritos electorales uninominales, ello con los resultados asentados en la respectiva Acta de Escrutinio y Cómputo, de la cual se entregan sendas copias a los representantes de cada partido y candidato independiente acreditado en la casilla.

Conforme a lo dispuesto en el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales de 2008, al domingo siguiente al de la jornada electoral, el secretario ejecutivo del INE debe sumar los resultados obtenidos en los 300 cómputos distritales e informar al Consejo General el resultado final, es decir, debe hacer el cómputo nacional de la elección de presidente de la república. Este mandato está vigente en la legislación emergente de la reforma electoral, constitucional y legal, de 2014.

Por otra parte, por vez primera en la historia de México, cuando menos en los siglos XX y XXI, en 2018, el mismo día de la jornada electoral, a pocos minutos de que concluyera la votación en las casillas instaladas en los estados más occidentales de la república, los candidatos de las coaliciones Todos por México y Por México al Frente reconocieron públicamente que el triunfador fue Andrés Manuel López Obrador.

Ante estas circunstancias plausibles, conforme a derecho y la etica política, cabe preguntar: ¿es tiempo ya de hacer las nuevas reformas electorales, constitucionales y legales? ¿Por qué el Pleno de la Sala Superior del TEPJF tiene que hacer la suma que ya hizo el secretario ejecutivo del INE? ¿Por qué el máximo órgano jurisdiccional electoral tiene que hacer la calificación de lo ya aceptado por los contendientes? ¿Por qué calificar la elegibilidad del triunfador, si ya fue calificada al hacer su registro como candidato?

Además, esas atribuciones de la Sala Superior tienen por objeto actos administrativos electorales que, si son hechos por el INE y no controvertidos, hacen innecesaria la intervención jurisdiccional, que no lo es materialmente sino tan sólo formal.