Con toda razón, profesores de la UNAM, tanto del Colegio de Ciencias y Humanidades, como de preparatorias y facultades, realizaron un mitin a las afueras de la casa de transición del presidente electo Andrés Manuel López Obrador, para denunciar la precariedad laboral que padecen. Esa precariedad se manifiesta en varios aspectos. El primero, desde luego, es el salario, en donde hay una desigualdad impresionante. El nivel más alto, con salarios que rebasan los 100 mil pesos mensuales está en las autoridades, le sigue el de los profesores de tiempo completo que va, dependiendo de la antigüedad y los seis niveles existentes, de los 20 mil hasta 80 mil o más. Pero estos profesores solo representan alrededor del 30 por ciento del personal docente, porque la mayoría, el otro 70 por ciento son profesores de asignatura, lo que quiere decir que solo se les paga por la hora-pizarrón.

Ese pago por hora-pizarrón significa que no reciben remuneración por las horas de preparación que exige cada una de esas horas ante los alumnos, y además la cotización es realmente ínfima, pues, según los datos de los profesores del mitin, el pago por hora es de 77.90 pesos. Y hay que considerar que ningún profesor de asignatura consigue que le otorguen suficientes grupos como para impartir 8 horas de clase durante los aproximadamente 20 días hábiles de cada mes.

En 2016, con motivo del intento de las autoridades de obligar a algunos profesores a aceptar una jubilación forzosa, los profesores de la Facultad de Economía realizaron un estudio por el que nos enteramos que el salario promedio de los profesores de asignatura en esa facultad era de 2,435 pesos mensuales, y el de los ayudantes de profesor (que tienen que asistir a todas las clases del grupo en que son ayudantes) recibían un salario promedio de 1,286 pesos mensuales. Es decir, por abajo del mínimo establecido en el país.

Por supuesto, el argumento oficial para esos salarios ínfimos es que se trata de profesionistas que viven de otro empleo y que sólo por vocación docente, por hobby o para adornar su currículum, imparten uno o dos cursos en la UNAM. La realidad es que este tipo de profesor es una minoría, porque la mayoría de los profesores de asignatura quieren realizar una carrera académica y mientras esperan por años a que se abra algún concurso para plaza de tiempo completo, buscan que se les otorguen más horas de trabajo incluso en distintas universidades, pues es evidente que nadie puede vivir con 2,435 pesos mensuales. No digamos en el caso de los ayudantes de profesor, que aspiran a convertirse, al menos, en profesores de asignatura, y que se enfrentan a la realidad de que tampoco se abren concursos para esas plazas, de modo que hay ayudantes que tienen hasta 15 años de antigüedad en esa situación.

Otro de los aspectos de la precariedad laboral es que la mayoría de los profesores de asignatura que, lo reitero, son el 70 por ciento del personal docente de la UNAM, no son definitivos, sino interinos, aunque tengan 20 o 30 años de antigüedad. O sea que cada semestre se enfrentan al riesgo de que la autoridad no les renueve el contrato o les disminuya el número de horas asignadas.

En cuanto a las jubilaciones, a semejanza de muchas empresas privadas, se ha establecido en la UNAM que, en vez de elevar los salarios, se ofrecen estímulos que (aparte de muchos criterios absurdos para medir la “productividad” de profesores e investigadores) tienen el resultado de que las pensiones no reconocen los estímulos como parte del ingreso, sino únicamente al salario base, con el resultado de que la jubilación significa aceptar la reducción del ingreso a la mitad de lo que se recibe como profesor activo.

De verdad se trata de una precariedad laboral grave, y es evidente que si se quiere ampliar la matrícula y elevar la calidad de la educación, como ha afirmado López Obrador, tiene que empezarse por mejorar las condiciones de trabajo de los docentes, que junto con los estudiantes, son el binomio que determina las características de la educación en el país.