El mes de septiembre es motivo de celebraciones que convocan, a los mexicanos y al mundo, a reflexionar sobre el camino andado y los retos del porvenir. En el caso de nuestro país, es el mes patrio, cuando se festeja el inicio de la gesta libertaria y a sus héroes. Desde entonces han pasado 208 años y la violencia de la Guerra de Independencia ya no es parte del imaginario colectivo. Las nuevas generaciones dan por hecho que la paz está ahí y llegó para quedarse.

Algo similar ocurre en el mundo, donde por mandato de Naciones Unidas, el tercer martes de septiembre de cada año se celebra el Día Mundial de la Paz y el 21 del mismo mes el Día Anual de Cesación del Fuego y No Violencia, aunque probablemente ambas fechas pasen inadvertidas en países y regiones que no han sido escenario, en el pasado reciente, de guerras fratricidas ni de conflictos internacionales.

Toda la gente habla de la paz y es correcto definirla como antónimo de la guerra. No obstante, es una concepción limitada, que, por obvia, no agota los diversos componentes que vulneran el tejido social y propician desencuentro y violencia. En sentido integral, la paz es todo, es decir, es el conjunto de condiciones materiales que, de forma objetiva, atenúan o desdibujan el conflicto porque permiten a las personas ejercer sus derechos y vivir con un mínimo de dignidad. Vista así, en cada país y en el teatro global, la paz se asocia con la vigencia del Estado de derecho y con la oferta permanente de oportunidades de progreso y bienestar para todos.

Con el notable desarreglo que acusan los acuerdos políticos alcanzados en la Conferencia de San Francisco de 1945, la paz mundial pende de un hilo. La crisis de la cosmovisión liberal y el surgimiento de tendencias unilaterales, de vocaciones hegemónicas regionales y universales, del neoproteccionismo económico y de una renovada carrera armamentista, disminuyen la eficacia del sistema internacional para gestionar retos como el terrorismo, la migración y el deterioro ambiental. Probablemente, la mayor preocupación es la tendencia a reinstalar un modelo de paz imperial, no hegemónica, que busca imponer reglas al naciente orden mundial, con el riesgo de que se propicien nuevos conflictos.

Sin embargo, hay esperanza. La educación para la paz a la que invitan los citados Día Mundial de la Paz y Día Anual de Cesación del Fuego y No Violencia debe traducirse en acciones afirmativas, que refresquen la memoria colectiva sobre guerras nacionales e internacionales y así se evite que vuelvan a ocurrir. El reto es mayúsculo, no solo porque, como ya dijimos, en la agenda de la paz caben todos los temas, sino porque al género humano lo domina su afán de dominio y poder. Las señales de alerta están encendidas; los tiempos son propicios para que los Estados nacionales impulsen políticas públicas para el desarrollo con justicia y la gobernabilidad democrática; lo son también para que instrumenten diplomacias abiertas, que permitan a las partes en una negociación obtener resultados de ganar–ganar, y al mundo recuperar el valor de lo multilateral. No hacerlo así es un salto al vacío, que reafirmaría la tesis de Thomas Hobbes, de que el hombre y el lobo son una y la misma cosa.

Internacionalista