La globalización ha probado ser coctel de recetas y experiencias confusas y variadas sobre la mejor manera de afrontar los retos de la posguerra fría y garantizar la viabilidad económica de la comunidad internacional. En un primer momento, la caída del Muro de Berlín generó gran entusiasmo ante la presunción del inminente inicio del desarrollo con justicia para todos los pueblos del orbe. En efecto, a la democratización política en los países del antiguo bloque comunista, se agregó al inicio de los años noventa del siglo pasado un amplio proceso de apertura económica, que prometía una nueva y definitiva etapa de bienestar.

Hoy, la realidad es muy diferente. Las políticas del “Consenso de Washington”, que sustituyeron al modelo de Breton Woods, flaquean notablemente y dejan ver las debilidades estructurales de un sistema internacional cuyo funcionamiento se vincula, de manera directa, y para bien y para mal, con el nivel de compromiso de Estados Unidos con la suerte de la comunidad mundial.

Es verdad que las aperturas política y económica otorgan nueva fisonomía a las relaciones internacionales, pero también es cierto que se han quedado cortas, al propiciar procesos perversos de acumulación de capital, así como el crecimiento de la pobreza, el deterioro de las instituciones y del Estado de derecho y la ruptura del tejido social en las naciones periféricas. Las insuficiencias de la globalización han generado tendencias aislacionistas, la vuelta al proteccionismo, nacionalismos extremos y desplazamientos masivos de personas que, ante la imposibilidad de vivir con dignidad en sus países de origen, se dirigen a otros de mayor desarrollo en busca de oportunidades.

La migración Sur–Norte está cobrando a Occidente una doble factura: por un lado, la histórica, que no se olvida y se asocia con la construcción de su riqueza a partir del saqueo colonial de África, Asia y América Latina. Por el otro, estos flujos migratorios, que tanto asustan al “establishment blanco” en Europa y Estados Unidos, materializan una suerte de indemnización por las deplorables condiciones que existen en sus lugares de origen y que son, indefectiblemente, consecuencia natural de un modelo económico global malogrado, que no derrama beneficios en todas las latitudes.

Muchos son los factores que impiden a las naciones menos favorecidas acceder al desarrollo. En el plano económico, son incapaces de acceder a recursos necesarios para fomentar progreso e inversión, porque no tienen cómo garantizarlos. A su vez, sus notables debilidades políticas e institucionales adquieren forma en Estados fallidos y frecuentemente se traducen en violencia social y guerra. Ante panorama tan sombrío, la xenofobia y las políticas ultra conservadoras en diversos países europeos y en la Unión Americana reflejan los temores de quienes sienten amenazados sus intereses e identidad cultural por los migrantes, sin valorar que lo que ocurre en el mundo es consecuencia directa del viejo colonialismo, cuyas heridas son evidentes, y de una globalización parcial e ineficaz. Así las cosas y parafraseando el título de la célebre obra de Frantz Fanon, hoy más que nunca “los condenados de la tierra” requieren atención y que su voz se escuche.

Internacionalista