Lo primero que hay que decir respecto del acuerdo comercial firmado entre México y Estados Unidos, es que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) ha sido devastador para México, en cuanto ha significado la extranjerización de la planta productiva, la profundización de la dependencia respecto de la economía estadounidense, así como la entrega de los recursos naturales de México a las transnacionales de EU y Canadá. Además, en cuanto a las exportaciones, que ciertamente han aumentado y mantienen un superávit en la balanza comercial con Estados Unidos, tampoco han favorecido a la economía mexicana, pues entre el 80 y el 90 por ciento de las exportaciones desde México las realizan empresas extranjeras establecidas en México, hecho que significa no sólo que las utilidades obtenidas se remiten a sus respectivos países, sino también que lo único que exporta México es fuerza de trabajo, sea con los migrantes o con los trabajadores que permanecen en México, pues las transnacionales importan la mayoría de sus insumos de sus casas matrices, y el único valor agregado en México es precisamente el de la fuerza de trabajo.

El que México sólo exporte fuerza de trabajo implica que el único argumento de competitividad de nuestra economía sea la baratura de la mano de obra, lo que quiere decir salarios ínfimos para los trabajadores mexicanos.

A pesar de la devastación que ha provocado el TLCAN, su renegociación era necesaria, porque, como quien dice, el mal ya está hecho, ya la economía mexicana está orientada hacia el exterior, ya se ha permitido una cuantiosa inversión extranjera, tanto en la planta productiva, como en el mercado financiero, de manera que una cancelación del TLCAN presumiblemente provocaría una estampida de capitales, con la consiguiente devaluación del peso, las caídas de la Bolsa y, en general, una desestabilización económica. Pero, como es evidente, esa renegociación no resultó en una mejora de las condiciones para México.

El principal tema de discusión fue el de la industria automotriz, y por lo que se ha informado hasta ahora, dos resoluciones son las importantes. Por un lado, en el rubro de reglas de origen, se elevó a 75 por ciento el porcentaje de los insumos que deben provenir de América del Norte, pues de lo contrario se establecerá un arancel del 25 por ciento. Esta exigencia está dirigida fundamentalmente contra las firmas europeas y asiáticas, en especial Volkswagen y Nissan, cuyas plantas establecidas en México encontrarán dificultades para cumplir con ese 75 por ciento de insumos provenientes de Norteamérica.

La segunda resolución es que entre el 40 y el 45 por ciento de los productos de la industria tienen que ser producidos por trabajadores que ganen más de 16 dólares por hora, lo que significa un alza notable de salarios, pues se calcula que ahora el salario promedio en esta industria es de 3.5 dólares por hora. Aquí hay que recordar que cuando EU y Canadá plantearon en las primeras semanas de discusión que los salarios en México debían aumentar, los negociadores mexicanos respondieron que ese tema era innegociable y que no podía debatirse. Fue sólo ante la incorporación del representante de López Obrador, que el tema se destrabó y se aceptó el alza de los salarios, por lo menos para una parte de los trabajadores de esa industria.

Otros puntos importantes son que se establece una cuota máxima de 2.4 millones de unidades, lo que deja un margen reducido, pues el año pasado ya se exportaban 1.8 millones. Y, para dejar abierta una puerta a la arbitrariedad, los Estados Unidos establecieron que si una investigación hecha en ese país concluye que los autos o las importaciones parciales representan un riesgo para la seguridad nacional, se permitirá establecer aranceles del 25 por ciento.

En resumen, con el acuerdo con EU, se consiguió evitar la desestabilización de la economía, pero tanto el tratado original, como las modificaciones de la renegociación, seguirán afectando a México y profundizando lo que ya no puede llamarse dependencia, sino subordinación de nuestra economía.