Se acerca el 1 de diciembre y comienzan a percibirse cambios estructurales, de forma y fondo en la manera en que se han manejado los asuntos públicos en nuestro país. En este punto, tenemos un Congreso instalado en el que la nueva mayoría no ha dejado en duda su posición de poder, se han terminado de resolver prácticamente todas las disputas electorales que aún estaban pendientes ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y una nueva generación de gobernadores y alcaldes ha tomado protesta, con perfiles que sin lugar a dudas son diametralmente distintos a los de la anterior clase gobernante. México, Estados Unidos y Canadá han logrado un acuerdo comercial y para quienes vivimos o frecuentamos la capital, el proceso hacia el nuevo régimen jurídico de la Ciudad de México ha comenzado su última etapa, a partir de la entrada en vigor de la primera Constitución Política de la Ciudad de México.

Busco hacer esta especie de recuento que, sin lugar a dudas, dista de ser exhaustivo, para centrar la reflexión en aquella instancia en la que terminan prácticamente todos los asuntos que, como estos, son de trascendencia nacional. Me refiero al Poder Judicial. De esta manera, el caso de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa genera en este momento un debate en torno a la instauración de una Comisión de Investigación para la Verdad y la Justicia, por cierto, ordenada por un tribunal y que, sin embargo, aún permanece en entredicho. Paralelamente, se discute la despenalización y regulación del consumo de ciertas sustancias que hoy son prohibidas, como la marihuana o la amapola, lo que jamás hubiera sido planteado por los actores políticos de nuestro país si no hubiera sido resuelto previamente por los jueces. Es así que, en dichos casos existen precedentes jurisdiccionales que legitiman la causa por una sencilla razón: constituyen sentencias firmes de tribunales en materia constitucional, dictadas con base en una mayor protección de los derechos humanos de las personas. En la misma medida, las políticas públicas en materia de género, poco éxito hubieran tenido si la Suprema Corte y el Tribunal Electoral no hubieran salido en su defensa, así como para la comunidad LGBTTTIQ+, en este momento histórico y aún en la mayoría de las entidades de México, los órganos jurisdiccionales fungen como garantes que terminan por “enmendar la plana” a un legislador conservador y retrógrada, por no agregar más calificativos.

En cuanto a lo que se vislumbra en un futuro próximo están la famosa propuesta de amnistía que sin lugar a dudas tendría que ser avalada por el Judicial; el Nuevo Aeropuerto Internacional de México, que generará controversias promovidas al menos por contratistas y pueblos y comunidades indígenas residentes; y, ahora, llega lo relativo a la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos, que tiene al sistema burocrático en nuestro país en vilo. Porque ya sea que estés a favor o en contra de la reforma educativa o del régimen de austeridad, lo cierto es que todas esas batallas terminan ante un juez.

Por esto, los tiempos que se avecinan nos garantizan una cosa y es que el papel de las y los jueces será más importante que nunca. Porque en las urnas pueden ganar las mayorías, pero estas no tienen un poder absoluto. Sus facultades están delimitadas por un orden jurídico constitucional, que trasciende el momento histórico específico y que salvaguarda, por diseño, diversos principios constitucionales o fundamentales que se estima que deben ser inamovibles en nuestro sistema, así como protege a las minorías. Quienes resguardan ese estado de cosas son, precisamente, las y los jueces.

Pero la cuestión de los jueces no se agota en el ámbito nacional, porque entre hablar de la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014 y los hechos acontecidos en la matanza en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968, existe una distinción no solo temporal, sino también el hecho de que ahora las instancias internacionales y, de manera destacada, los órganos jurisdiccionales regionales, tienen un enorme papel en el contexto mexicano de protección y defensa de derechos y causas sociales. El “carpetazo” en el Caso Ayotzinapa no se ha podido dar ya que, junto con los familiares de las víctimas y las organizaciones que los acompañan valientemente, existen órganos que desde fuera del país se mantienen observantes. Así, lo cierto es que en unos años veremos al Estado mexicano en el banquillo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos por su responsabilidad internacional acontecida tanto en la noche de Iguala, como en el modo deficiente en que se ha manejado la investigación del caso.

De esta forma, corresponde preguntarnos quiénes, qué jueces, magistrados o ministros deben estar a cargo de esta tarea. Este es un cuestionamiento natural hablando de política y de este surgen grandes controversias que crispan sociedades enteras en todo el mundo, con independencia del nivel de desarrollo de la nación de que se trate o sus índices de gobernabilidad o Estado de derecho. Basta ver la disputa en Estados Unidos respecto a la nominación del juez Brett Kavanaugh para ser confirmado Justice de la Suprema Corte de dicho país. Qué mejor momento para analizar esta figura que el procedimiento por el que el Senado de nuestro vecino del norte analiza quién pudiere integrar su máxima instancia judicial, lo que se traduce en un auténtico escrutinio público del perfil. Para quienes nos apasiona esta materia es conocido que entre los integrantes de organismos de este tipo existen perfiles sumamente variados. Como en cualquier órgano colegiado, ahí participan voces conservadoras y liberales que, dependiendo de la época, fungen como una balanza que se inclina en un sentido o el otro. De esa forma, quienes ahí están tienen un papel estabilizador y de armonización de la sociedad, dictando fallos de última instancia, es decir, que no se pueden combatir por medio legal alguno.

En este contexto, entre finales de este año e inicios del próximo habrá dos nuevas designaciones de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Adicionalmente, en enero del próximo año se elegirá a quien la presidirá por los siguientes cuatro años y, con ello, encabezará el Poder Judicial de la Federación. Para lo que ya es un anunciado periodo con un sinnúmero de cambios paradigmáticos, partiendo de la fortaleza de una mayoría que en los hechos tiene el control casi absoluto de dos de los tres poderes tradicionales, la labor de hacer freno y contrapeso queda en el Judicial. ¿Podrá resistir? Eso estará por verse; en última instancia, lo que está a prueba es nuestro orden democrático. Revisar la labor de la mayoría, que siendo realistas no puede ser perfecta, constituye una función que debe ser ejercida de forma escrupulosa y con los más altos estándares argumentativos. La autonomía está en la letra, pero se legitima en la práctica. Se gana a pulso, día a día, con resoluciones fuertes y trascedentes que beneficien al ciudadano de a pie, que protejan los derechas humanos, que garanticen a un mayor número de personas un verdadero acceso a la justicia, a la defensa de sus derechos y que reparen integralmente las violaciones. Para ello necesitamos no solo los mejores perfiles, sino además el debido respeto a su función.