El 14 de octubre pasado, en la Basílica de San Pedro, el Papa canonizó a Giovanni Battista Montini, mejor conocido como Paulo VI y al arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero. Son dos figuras emblemáticas de la Iglesia católica, a las que Francisco elevó a la dignidad de los altares para reconocer su magisterio y dar continuidad a la estrategia eclesiástica de Juan Pablo II, de invocar la virtud ejemplar o el martirio, como testimonios de vida útiles para fortalecer la fe católica y sus valores a escala universal.

El reconocimiento a estos dos religiosos ocurre en una coyuntura mundial peligrosa para la paz, que recuerda momentos delicados de la Guerra Fría, cuando Montini y Romero ejercían su trabajo pastoral en condiciones singularmente complejas. En diferentes países del Tercer Mundo, campeaban entonces la pobreza endémica y el autoritarismo de regímenes gorilas. Eran también los tiempos de la injusticia económica internacional, de las luchas de liberación nacional y de calamidades como la Guerra de Vietnam, las ortodoxias ideológicas y la carrera armamentista.

En la cima de la tensión Este-Oeste y de las disparidades Norte-Sur, Paulo VI promulgó en 1967 su Carta Encíclica Populorum Progressio, sobre la necesidad de fomentar el desarrollo de los pueblos, que desde entonces es relevante catálogo de reflexiones de la Iglesia sobre este importante capítulo. Por su parte monseñor Romero, primer santo del “pulgarcito de América”, denunció los abusos sitemáticos del regimen militar en contra del pueblo salvadoreño y fue asesinado al oficiar misa el 24 de marzo de 1980. Centroamérica se incendiaba por la polarización social y la falta de democracia y no, como sostenían Washington y Moscú, por el enfrentamiento bipolar y sus secuelas ideológicas.

Con estas canonizaciones, Francisco reitera que la Iglesia tiene opción preferencial por los pobres y envía un fuerte mensaje a la comunidad mundial sobre la urgencia de atender rezagos en el ámbito global y recuperar la siempre pospuesta agenda del desarrollo y la paz. Es también un gesto religioso trascendente, que invoca la memoria del siglo pasado y a dos de sus actores relevantes, para rechazar las narrativas de encono que hoy tienen al mundo en vilo y así propiciar el diálogo y la observancia del derecho internacional.

Seguramente, estas canonizaciones han resultado incómodas en círculos eclesiásticos conservadores, cuyos personeros no ven la hora en que el papa deje la silla pontificia para que puedan volver a hacer de las suyas, tristemente a favor de visiones religiosas trasnochadas, intolerantes y excluyentes, que polarizan sociedades y tensan las relaciones internacionales de hoy.

Internacionalista