La obra de Antonio Skármeta (Chile, 7 de noviembre de 1940) es en conjunto la crónica de los movimientos sociales que ha padecido Latinoamérica. Desde Soñé que la nieve ardía (1975, en torno al golpe de Estado de Pinochet), hasta La insurrección (1985, ambientada en la revolución sandinista) y su copiosa producción de cuentos. Pero el libro que lo llevó a las ventas millonarias es Ardiente paciencia, conocido como El cartero de Neruda, a partir de la película del mismo título. Transcribo las primeras líneas:

En junio de 1969 dos motivos tan afortunados como triviales condujeron a Mario Jiménez a cambiar de oficio. Primero, su desafecto por las faenas de la pesca que lo sacaban de la cama antes del amanecer, y casi siempre, cuando soñaba con amores audaces, protagonizados por heroínas tan abrasadoras como las que veía en la pantalla del rotativo de San Antonio. Este talento, unido a su consecuente simpatía por los resfríos, reales o fingidos, con que se excusaba día por medio de preparar los aparejos del bote de su padre, le permitía retozar bajo las nutridas mantas chilotas, perfeccionando sus oníricos idilios, hasta que el pescador José Jiménez volvía de alta mar, empapado y hambriento, y él mitigaba su complejo de culpa sazonándole un almuerzo de crujiente pan, bulliciosas ensaladas de tomate con cebolla, más perejil y cilantro, y una dramática aspirina que engullía cuando el sarcasmo de su progenitor lo penetraba hasta los huesos.

—Búscate un trabajo —era la escueta y feroz frase con que el hombre concluía una mirada acusadora, que podía alcanzar hasta los diez minutos, y que en todo caso nunca duró menos de cinco.

—Sí, papá —respondía Mario, limpiándose las narices con la manga del chaleco.

Conocida también como El cartero de Neruda.

Si este motivo fuera el trivial, el afortunado fue la posesión de una alegre bicicleta marca Legnano, valiéndose de la cual Mario trocaba a diario al menguado horizonte de la caleta de pescadores por el algo mínimo puerto de San Antonio, pero que en comparación con su caserío lo impresionaba como fastuoso y babilónico. La mera contemplación de los afiches del cine con mujeres de bocas turbulentas y durísimos tíos de habanos masticados entre dientes impecables, lo metía en un trance del que sólo salía tras dos horas de celuloide, para pedalear desconsolado de vuelta a su rutina, a veces bajo una lluvia costeña que le inspiraba resfríos épicos. La generosidad de su padre no alcanzaba a tanto como para fomentar la molicie, de modo que varios días de la semana, carente de dinero, Mario Jiménez tenía que conformarse con incursiones a las tiendas de revistas usadas, donde contribuía a manosear las fotos de sus actrices predilectas..

Fue uno de aquellos días de desconsolado vagabundeo, cuando descubrió un aviso en la ventana de la oficina de correos que, a pesar de estar escrito a mano y sobre una modesta hoja de cuaderno de matemáticas, asignatura en la que no había destacado durante la escuela primaria, no pudo resistir.

 

Novedades en la mesa

Las más recientes novelas de suspenso de Austin Bright, Tres noches, y de Andrea Camillieri, La pirámide de fango, ambas editadas por Salamandra.