Richard Wagner acometió su magistral Tristán e Isolda mientras maduraba la tetralogía El anillo del Nibelungo, en medio de los doce años (1850-1865) transcurridos entre la escritura del segundo y el tercer actos de la penúltima parada de ese colosal gran proyecto (Sigfrido), en un intenso periodo de creación donde además vería la luz también Los maestros cantores de Nuremberg. Dados los plazos desesperantes de la tetralogía, y perdida quizá la esperanza de verla representada alguna vez, Wagner había procurado componer una ópera de “proporciones menores” que le volviese de nuevo (estaba ausente de ellos desde que Liszt había estrenado Lohengrin, en 1850) a los teatros.

El propio autor calificó su Tristán e Isolda como un “Handlung”, traducción teutona del griego “drama”, y que en este específico caso apunta a la trama interna de una obra en la cual escasean notablemente los sucesos exteriores. Es más, la realidad en la que se desenvuelve esta trata externa: el mundo de las obligaciones determinadas por las costumbres y el honor, y en el cual los otros personajes Kurwenal, Marke y Melot “viven y existen”, resulta para los protagónicos Tristán e Isolda mera apariencia. Para ellos, para los amantes, el “verdadero mundo” está representado por el especio interior; en él, el día se convierte en esfera del sueño, y la noche en el corazón de la realidad. Todo sucede en un laberinto de acciones espirituales y reflexiones psíquicas, debido a la continua relación de los distintos personajes con su pasado; por medio de este mecanismo, el pasado se pone de manifiesto en el presente y paraliza a quienes lo recuerdan. En el centro de la acción se establece el anhelo de la muerte, y toda esta red de características psíquicas está movida por la música cuyo vehículo es una orquesta sabiamente impregnada de todas estas certezas.

La reciente lectura del extraordinario documento Diálogos sobre música y teatro: Tristán e Isolda (Acantilado, 368), de Daniel Barenboim y Patrice Chéreau, me ha hecho rememorar el montaje que de esta obra maestra pude constatar en la Scala de Milán hace ya poco más de diez años. Nueva producción con la que la célebre ópera moderna por antonomasia volvía a la catedral de la lírica italiana después de casi tres décadas de ausencia, para abrir la Temporada 2007-2008, significó la consumación de un proyecto acariciado desde hace ya cuatro lustros por estos dos notables wagnerianos de nuestro tiempo: el pianista-director judío-argentino Daniel Barenboim y el no menos talentoso cineasta y jefe de escena francés (director de cabecera del dramaturgo Bernard Marie Koltes) Patrice Chéreau. De hecho el ya desaparecido Chéreau no volvía Wagner desde su participación con el también finado Pierre Boulez, donde lo hecho con una no menos célebre producción de toda la tetralogía El anillo del Nibelungo le permitió entrar por la puerta grande con respecto a un repertorio al cual sólo suelen desplazarse desde otros espacios de creación los más grandes y osados.

Los ilustres personajes aquí involucrados disertan con conocimiento de causa y enorme lucidez sobre su elaborada e impecable lectura de este mito que actúa como sublimación de una historia de amor, resultado de una concienzuda lectura del original donde Wagner infiltró su honda pasión por la filosofía de Schopenhauer. El diálogo de esta ya legendaria mancuerna me ha recordado cómo su puesta hacía énfasis precisamente en la revelación del sentido de la muerte a través del amor —a través de un elemento mágico, el filtro que une indisolublemente a los dos amantes—, que a su vez se condensa en los dos poemas que el compositor y libretista incluyó de su entrañable Matilde Wessendonck, a la vez motivo e inspiración.

Leer este documento valiosísimo me ha recordado la sobriedad de un montaje magistral, ya histórico, atento sobre todo a un matiz sensible y elocuente del discurso poético, y especialmente preocupado por subrayar la naturaleza y la esencia psicológica y emocional de los entes involucrados. Cerrando el círculo, la cabal e inspirada interpretación musical de una partitura cuya profundidad se manifiesta en su diversidad cromática, en su orquestación dilatada e incisiva, en su variada riqueza melódica, que en Tristán e Isolda llegan a alcanzar una intensidad paroxística. Los registros discográfico y videográfico que de ese autentico suceso artístico han quedado son prueba fidedigna otra vez del probado e indiscutible talento de Barenboim, sin duda una de las más notables figuras musicales de las más recientes cuatro décadas, y un wagneriano de larga y celebrada trayectoria mundial, que aquí acentúa los singulares procedimientos de cromatismo, de modulación continua, de cadencia evitadas, de resueltas y ambiguas disonancias que hacen de Tristán e Isolda la creación maestra y más íntima del genio incomparable de Richard Wagner. Acorde al lenguaje característico del compositor, la batuta subraya muy bien tanto los arcos en expresión desmedidamente dilatada —en esta obra, sobre procedimientos de tensión obsesiva: “melodía casi infinita”—, como la denominada “expresión del silencio” que el músico de Leipzig supo llevar también hasta sus últimas consecuencias.

Recordando su anterior versión en video, también de antología, con puesta en escena de Heiner Müller en el Festival de Bayreuther de 1995, con el tenor Siegfried Jerusalem y la mezzo (que igual ha interpretado en su fulgurante carrera roles para soprano) Waltraud Meier, la también entonces ya célebre cantante alemana wagneriana hizo de ese gran evento musical-escénico, ahora rememorado en Diálogos de música y teatro: Tristán e Isolda, un acontecimiento para la posteridad. Si bien ya no la joven torrente de voz de hace entonces doce años, confirmó por qué era una de las Isoldas más admiradas, a la zaga por supuesto del las nórdicas Kirsten Flagstad y Birgit Nilsson, seduciéndonos todavía con su hermosa emisión y una técnica capaz de envolvernos con sus aterciopelados pianos y de provocar admiración con sus muchos y sobrecogedores solos de potencia y aguante. Entonces casi como novedad, en cambio, el aplomado Tristán del inglés Ian Storey, quien por méritos logró terminar esta auténtica prueba de fuego para todo primer tenor heroico, y es justo decir, a la altura de las circunstancias. Los otros difíciles roles, de similares poderío y buena escuela, de acuerdo a las exigencias de un repertorio en el cual no suelen haber muchos intérpretes y por lo mismo están muy bien cotizados, fueron la mezzosoprano Michelle Deyoung, el también memorable bajo wagneriano Matti Salminen (de igual modo presente en la recordada puesta de Bayreuther), el barítono Gerd Grochowski y el tenor Will Hartmann. Otro tanto habría que decir de la Orquesta y el Coro del Teatro de la Scala, a la altura de uno de esos acontecimientos operísticos dignos de conservarse por siempre en la memoria, por la materia abordada y el talento de sus ejecutantes, y que los talentos indiscutibles del todavía en activo Daniel Barenboim y el ya desaparecido Patrice Chéreau nos han hecho revivir a quienes ahí tuvimos el enorme privilegio de estar.