Para el ejercicio de la soberanía popular en México, como república democrática y representativa que es, se deben celebrar elecciones libres, auténticas y periódicas, a fin de designar a las personas depositarias del Poder Legislativo y Ejecutivo de la Unión y de las entidades federativas, además de quienes integran los ayuntamientos en los municipios de los estados, así como las alcaldías en Ciudad de México. En el cumplimiento de la función estatal de organizar, celebrar y calificar las elecciones, se debe dar vigencia plena y eficacia jurídica a sus principios rectores, constitucionalmente establecidos, de certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, máxima publicidad, objetividad y profesionalismo, todos igualmente importantes e imprescindibles.
Sin incurrir en contradicción, con la última aseveración expresada, se debe tener presente que el principio de legalidad, en sentido amplio, es el principio de principios, dado que garantiza la vigencia y eficacia plena de todos los demás, si se toma en consideración que consiste en adecuar la conducta de gobernantes y gobernados al sistema normativo vigente, constituido no solo por las normas constitucionales, convencionales internacionales, legales, reglamentarias y convencionales de derecho interno, sino también por la normativa jurisprudencial y consuetudinaria. Al supremo principio electoral de legalidad se deben ajustar todas las autoridades, electorales y no electorales, siempre que su actuación incida en la materia electoral; el mismo deber tienen todos los gobernados; su conducta debe ser conforme a derecho, siempre que tenga efectos en las elecciones.
La inobservancia del principio de legalidad afecta a los demás principios rectores; motiva el menoscabo de su credibilidad y confiabilidad; destruye su valor formal supremo: su validez jurídica. La infracción a la legalidad de las elecciones provoca su nulidad irreversible e irreparable; una vez declarada, por la autoridad competente, genera la necesidad de convocar a elecciones extraordinarias, con todo lo que ello implica: mayor gasto de recursos económicos del Estado; mayor desgaste en el ánimo de los ciudadanos; más incredulidad y desconfianza; menor participación de la ciudadanía y, en consecuencia, incremento en la falta de legitimación política de quienes resultan electos, para desempeñar los correspondientes cargos de representación popular.
En estos días se debate, en los medios y en el análisis de los especialistas de la materia, la nulidad de la elección municipal de Monterrey, Nuevo León; la validez de similar elección en Guadalupe, municipio de la misma entidad; la validez o nulidad de la elección de gobernador (a) en el Estado de Puebla; la validez de la elección de integrantes de la alcaldía de Coyoacán, declarada por el Tribunal Electoral local, su posterior anulación por la Sala Regional Ciudad de México del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y la revocación de la Sala Superior del mismo Tribunal a esa declaración de nulidad. Los casos se multiplican, dada la gran cantidad de elecciones municipales, locales y federales, celebradas el pasado 1 de julio.
La pregunta es ineludible: ¿validez o nulidad de las elecciones?
Es inobjetable que toda elección es válida, a menos que se impugne la presunción legal de validez; que se demuestre fehacientemente la existencia de una causal de nulidad y que esta sea determinante en el caso particular, a juicio del tribunal competente, bajo la premisa de que el partido político, coalición de partidos o candidato, que hubiere motivado la nulidad, no está legitimado para impugnar la validez. Otro principio rector en este sentido es que no hay nulidad sin ley. Toda declaración de nulidad de una elección debe estar debidamente fundada y motivada. Finalmente, para declarar la nulidad o validez de una elección se debe cumplir el principio de congruencia: donde existe la misma razón se debe dictar la misma resolución.


