La utopía y las transgresiones

han de seguir siendo posibles.

BB

Hijo del notable poeta y también guionista Attilio Bertolucci, el gran realizador italiano Bernardo Bertolucci (Parma, 1941-Roma 2018) fue colaborador y heredero directo del mejor Roberto Rosselini, a la vez que se sintió de igual modo atraído por el cine de Jean-Luc Godard como máximo representante de la Nouvelle vague francesa que en su cine encontró saludable refresco. Inmerso en el séptimo arte desde muy joven, como su hermano menor Giuseppe, debutó a los 22 años con La comare secca en 1962, basada en una idea de Pier Paolo Pasolini y por supuesto influenciada por el poderoso creador de Teorema.

Pero la cinta con la que en verdad se dio a conocer y ganó prestigio fue con Antes de la revolución, de 1964, interesante película de ambiente político que con talento entremezcla elementos autobiográficos y otros extraídos de la novela La cartuja de Parma de Stendhal, bajo una visión crítica que pone en entredicho los entretelones de la vida pública en su ciudad natal, a manera de entrañable confesión —en primera persona— de la abdicación de un joven burgués inconformista. Alejado de todo cauce naturalista y menos interesante sería en cambio la subsiguiente Partner de 1968, esquizofrénica adaptación de El doble, de Fedor Dostoievski, donde el todavía imberbe realizador se extralimita al querer llevar al cine un mundo tan definido y ya paradigmático como el del autor de Crimen y castigo.

Pero volvería al centro de la escena cinematográfica con su ulterior La estrategia de la araña, de 1970, adaptación del no menos enigmático universo borgeano que el joven director italiano en cambio sí supo trasladar con talento y genuina creatividad, empleando música de Giuseppe Verdi —de sus óperas Rigoletto y Aida— que caza muy bien con la atmósfera sugerida. En ese mismo tenor se encuentra su ya clásico El conformista, de 1971, impecable adaptación del texto homónimo de Alberto Moravia donde se acentúa su subjetivismo lírico al servicio aquí de un conflicto político y moral que bien define la poética de un Bertolucci comprometido.

Ya considerado entonces el más valioso e interesante realizador de su generación, de 1972 su también ya clásico y referencial Un último tango en París, filme de naturaleza psicológica, erótica y destructiva, que rodó en inglés y constituyó la verdadera internacionalización de un cineasta europeo de la nueva generación. Con un Marlon Brando en el mejor momento de su carrera, cómo olvidar la famosa escena de la entonces hermosa y sensual Maria Schneider en la bañera, como una de las imágenes concupiscentes que se han quedado para la inmortalidad. Censurada y recortada en varios países todavía mojigatos y moralinos, lo cierto es que dicha persecución acrecentaría su fama y a la vez contribuiría a trazar una nueva vía de expresión fílmica intimista en torno al erotismo y el culto al cuerpo.

Una obra de altibajos.

Su siguiente gran película, 1900 —mejor conocida como Novecento, de 1976—, constituyó su primera gran superproducción de larga duración, pues se trata de un gran díptico, con honda conciencia histórica, sobre dos personajes de diferente condición social durante la primera mitad del siglo XX. Un gran éxito de crítica y de taquilla, se trata de su débito con aquellas grandes novelas-río, a la usanza de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y Les Thibault de Roger Martin Du Gard, con las que se formó de igual modo como un lector voraz. Con un gran reparto encabezado por Robert De Niro y Gérard Depardieu, y con música del gran Ennio Morricone y fotografía del talentoso Vittorio Storano, qué duda cabe que Novecento es el gran legado fílmico de Bertolucci, su obra maestra, que involucraba a tres nutridas tradiciones cinematográficas como la italiana, la francesa y la alemana.

Después de las más discretas pero no menos interesantes La luna de 1979 y La historia de un hombre ridículo de 1981, vendría su otra gran superproducción El último emperador, de 1987, hablada de igual modo en inglés y que rodó en “La Ciudad Prohibida” de Pekín, con un muy buen guión adaptado por él mismo y Mark Peploe que ganó el Oscar en su categoría; acreedor a ocho premios más, entre ellos los de Mejor Película y Mejor Director, fue el filme triunfador de 1988, pues obtuvo doce candidaturas en total y galardones en otros importantes certámenes y festivales. Estupendo biográfico protagonizado John Lone, Joan Chen y Peter O’Toole, fue sin duda el más ambicioso de sus proyectos, conforme involucró a cinco distintos países y consolidó la extraordinaria carrera de un director que indudablemente dejó su impronta.

De vuelta a una atmósfera más personal e intimista fue su siguiente El cielo protector, de 1990, adaptación de una novela homónima de Paul Bowles —quien aparece como narrador— de tono existencialista que se localiza en el corazón del Sahara como prefiguración de la nada, protagonizada por Debra Winger y John Malkovich en un estupendo y conmovedor mano a mano. De 1993 es Pequeño Buda, con Keanu Reeves a la cabeza del reparto, y con el que si intentó volver al misticismo manifiesto en su anterior El último emperador, lo cierto es que no lo logró con la misma buena fortuna, a raíz de un guión mucho menos sólido escrito con el mismo Mark Peploe. Otro tanto habría que decir de Belleza robada, de 1996, que aunque con un muy buen reparto encabezado por Jeremy Irons y Joseph Fiennes, lo mejor aquí termina siendo la presencia de una jovencita y alocada Liv Tyler que se roba la pantalla, protagonizando una “enigmática” historia de amor que tampoco acabó de cuajar.

Después de la también más local La pasión, de 1998, que para quienes nos interesa la música tiene el atractivo de girar en torno a un arte que aquí es vehículo de seducción, vino su también personal Soñadores, de 2003, especie de testamento (todavía haría, en el 2012, una Tú y yo que pasó sin pena ni gloria) con el que se distanció del séptimo arte, considerando que de seguir, ya hubiera empezado a repetirse. De vuelta a su preocupaciones políticas, con un interesante guión de Gilbert Adair a partir de una obra de su propia autoría, The Dreamers se ubica durante el convulso Mayo francés de 1968 que detonaría tantos otros movimientos estudiantiles en el mundo, aquí de igual modo con una Eva Green que incendia la pantalla con su sensualidad y su belleza, pero donde tampoco el entonces ya maduro y consagrado gran director italiano consiguió lo que pretendía, recordando lo hecho ya cuatro décadas atrás con su reveladora e inaugural Antes de la revolución.

Con los altibajos propios de todo creador, lo cierto es que Bernardo Bertolucci nos deja una filmografía sumamente valiosa en sus picos medianos y más altos, con ya clásicos que sumaron a la tradición del mejor cine europeo —y particularmente italiano— y se distinguen de igual modo por una personalidad y un estilo inconfundibles. ¡En paz descanse!