La cimentación de un régimen democrático se caracteriza por el respeto irrestricto del gobierno a la libertad de expresión, de lo contrario no existe democracia sino lo que se instala es la tiranía. Como ha señalado la ONG Artículo 19, en una democracia el Estado tiene la obligación de informar a los ciudadanos sobre los servicios que presta, las políticas públicas que instrumenta y las actividades oficiales que les afectan o benefician. En este escenario, la publicidad oficial constituye un canal relevante de comunicación entre las instituciones de gobierno y la sociedad, así como un recurso para la realización del derecho de acceso a la información y, en consecuencia, para el pleno ejercicio de otros derechos fundamentales.

Sin embargo, pese a que en los últimos 18 años de la historia reciente en el país se gestaron dos alternancias en el Poder Ejecutivo federal y en el Congreso de la Unión (PRI y PAN), estos procesos no fueron suficientes para romper el cordón umbilical que vincula los intereses políticos con los negocios mediáticos en detrimento de las garantías comunicativas de los ciudadanos respaldadas por la Constitución Política mexicana, como son el derecho a la información, los derechos de las audiencias, el derecho de réplica, los derechos comunicativos de los niños, niñas y adolescentes.

Así, el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto se negó a regular equilibradamente el gasto en publicidad oficial, sino que continuó realizando un reparto discrecional del dinero público con fines políticos entre medios afines: premió a quienes apoyaron la legitimidad de su gestión y castigó o censuró a los que no respondieron a su agenda.

Por ello, ante la cuarta transformación histórica que pretende construir el nuevo gobierno de AMLO/Morena y sus aliados políticos del 2018 al 2024, es fundamental quebrar el tradicional binomio que se armó durante la mitad del siglo XX y las primeras dos décadas del siglo XXI entre medios de difusión colectivos y poder político, y se sustituya por una nueva relación rectora del Estado-nación con las empresas de comunicación, especialmente electrónicas, propiciando mayor independencia de los canales de comunicación con respecto al gobierno, con mecanismos transparentes de asignación publicitaria y rendición de cuentas.

En este sentido, para avanzar en la edificación de una nueva democracia es indispensable modificar la vieja relación perversa que durante muchas décadas se tejió entre Estado, los medios de información masivos y la sociedad, mediante la cual el gobierno en funciones destinó importante suma de recursos públicos para fondear la operación de los canales de difusión privados y gubernamentales, vía el mecanismo de la publicidad oficial, a cambio que dichas empresas e instituciones crearan una imagen positiva del poder en turno, a través de su líneas informativas.

De esta manera, el uso de la publicidad oficial, en México, se convirtió en un mecanismo de autolegitimación del poder político y, a la vez, funcionó como un instrumento para sujetar a los medios de comunicación. Con el ejercicio de recursos públicos, que manejan discrecionalmente y con frecuencia sin rendición de cuentas alguna, los gobernantes construyeron, o promovieron, una prensa y medios de difusión electrónicos especialmente abiertos, en herramientas condescendientes y, sobre todo, anodinos. Durante más de seis décadas, el periodismo y la comunicación colectiva en México quedaron fundamentalmente atados a recursos públicos que fueron asignados a partir de agendas políticas.

Así, la publicidad oficial se transformó en un sistema de complicidades que conservó un viejo modelo de periodismo mexicano que por lo general se limitó a transcribir declaraciones y no investigó, ni buscó aumentar sus públicos, pues tenían un ingreso asegurado gracias al subsidio gubernamental. Ese respaldo nunca fue desinteresado, pues en todas las redacciones se experimentaron las exigencias de jefes de prensa y otros funcionarios que, a cambio de órdenes de inserción para espacios publicitarios, demandaron coberturas informativas de acuerdo con sus intereses.

En otros términos, el viejo modelo de comunicación de propaganda gubernamental que se instrumentó en el país, aplicó la discrecionalidad financiera a su favor, con el consecuente resultado de la protección a las líneas editoriales comedidas que justificaron los fracasos, las dilapidaciones y las omisiones gubernamentales, colocando a su vez en la exclusión a aquellos medios que ejercieron su derecho a la crítica periodística sobre la actuación oficial. Así, se edificó un mecanismo simbiótico de control político y presupuestal del gobierno sobre los medios de comunicación que afectó tanto la credibilidad de muchos medios que fueron percibidos como cajas de resonancia de la versión oficial, como la credibilidad del mensaje gubernamental.

De esta manera, en la actualidad resulta imposible establecer una relación clara entre la asignación de la pauta publicitaria a los medios y los criterios que atiendan a necesidades reales de comunicación del gobierno con la finalidad de transmitir sus mensajes a la población objetivo. La falta de criterios claros y objetivos para la distribución de la norma gubernamental afecta de manera estructural la relación entre los medios de comunicación y las entidades de gobierno, especialmente, con mayor gravedad en la esfera local y municipal. La posibilidad de “negociar” la pauta publicitaria inhibió el rol social que los medios de comunicación deberían cumplir como contrapesos en una sociedad democrática y promovió la autocensura y la subordinación.

Así, para conservar la relación autoritaria del Estado se tejió una intrincada relación de contubernio entre el gobierno en turno y los principales medios de comunicación, donde la clase política en el poder usaba a los medios y los medios se dejaban utilizar, para convertirse en voceros oficiales legítimos del status quo político: tú medio hablas bien de mí, y yo Estado te otorgo financiamiento para subsistir, vía el gasto gubernamental en comunicación.

En esta forma, muchos canales de difusión colectivos, públicos y privados, que fueron beneficiados con el presupuesto público, renunciaron a su función de independencia ante el poder político y se convirtieron en apéndices útiles para cogobernar junto con el gobierno del partido en turno, obteniendo a cambio, cada vez, más, privilegios monopólicos. Con ello, se creó estructuralmente un modelo histórico de comunicación vasallo al sistema del poder público imperante.

Debido a esto, ya no se deberá conservar un marco legislativo que sostenga un modelo de comunicación que utiliza la propaganda para tratar de mantener un equilibrio político, o un control social, o justificar la falta de resultados gubernamentales, pues este paradigma ya se agotó. Gobernar no es comunicar a través de la propaganda, sino abrir los espacios a la comunicación y darles voz a los ciudadanos. Es necesario terminar con la concepción que formula que el Estado o el gobierno son entes que deben emplear la publicidad oficial como medio de comunicación política, porque con el cambio de régimen político que se gestó el 1 de julio de 2018, tal herencia debe quedar completamente rebasada para crear otro modelo de comunicación gubernamental de naturaleza ética y equilibrada: la democracia se nutre de la diversidad y la pluralidad.

Por ello, para refundar la nación es indispensable transformar el viejo modelo de comunicación colectiva impreso y electrónico que ha dominado en el país, pues de esta dinámica se deriva la construcción de la conciencia colectiva que puede opera como cimientos para edificar otro prototipo de nueva sociedad en México.

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