El Año Nuevo trae consigo un impulso renovador. Habituados a vivir en ciclos, los seres humanos hemos aprendido a desechar lo que no sirve, en beneficio de todo aquello que aporta al progreso y al bienestar. Es un círculo virtuoso, que al girar, propicia avances y aporta a una mejor calidad de vida. No obstante, la experiencia acumulada en el breve lapso de existencia de la posguerra fría, ofrece señales que van a contrapelo, al presumir la actualidad de modelos de desarrollo político, nacional e internacional, eminentemente defensivos, no liberales, cerrados e ideologizados.

En estas circunstancias, el Estado resarce rasgos autoritarios, en detrimento de las sociedades abiertas; pierde fuerza el mercado y ocurre una nueva distribución de la riqueza y de la renta capitalista, tanto en el interior de los países como a escala global. Como resultado de este proceso, las élites se reacomodan, se reajusta la ecuación que permite al Estado reservarse el monopolio legítimo del uso de la violencia y hay insurgencia civil. Se trata de un modelo que voltea hacia atrás, con la presunción de que solo así es posible avanzar. A su vez, en el teatro mundial, el terreno que pierde el derecho internacional lo ganan el unilateralismo y la preparación continua para la guerra, como medios para defender intereses nacionales y contener conflictos.

Es increíble, pero a finales de esta segunda década del milenio, la tensión es similar a la de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Entonces, la sociedad mundial era rehén del conflicto bipolar; en diversas latitudes, gobiernos títere violaban derechos humanos con la licencia de las superpotencias. En el Este y el Oeste, los regímenes gorila se amparaban en doctrinas de seguridad nacional que recurrían a la violencia sistemática para garantizar la supervivencia del Estado; nada hacían para procurar su estabilidad y permanencia mediante el desarrollo de instituciones democráticas y de ofertas viables de bienestar. Como ejemplo, a la memoria vienen los conflictos en Corea e Indochina, el autoritarismo socialista, el golpismo en América Latina y el Caribe, así como el esfuerzo de recuperación neocolonial del continente africano. En el mundo de esa época, el armamentismo y la amenaza de la guerra nuclear parecían no tener freno. Los escasos avances registrados en tan sensible capítulo fueron resultado de arreglos bilaterales y nunca de acuerdos alcanzados bajo el paraguas de Naciones Unidas.

La caída del socialismo real, a finales de los años ochenta, dio respiro al sistema internacional y estimuló el optimismo sobre un mejor futuro para todos. Los buenos augurios duraron poco. El fatídico 11/9, las migraciones masivas y el cambio climático, entre otros temas, nos hicieron poner pies sobre tierra. Las nuevas amenazas a la paz y seguridad mundiales son, desde entonces, preocupación que exige fortalecer la solidaridad entre los pueblos y al multilateralismo. Paradójicamente, sucede lo opuesto. Pasando por alto lecciones históricas, las ortodoxias nacionalistas alimentan discursos de odio e intolerancia, socavan el derecho internacional y dejan ver que la guerra es posible. En 2019, es de esperar que la comunidad de naciones no se siga alejando de los valores liberales. No obstante sus limitaciones, estos siguen siendo la mejor plataforma para dialogar y solventar desacuerdos, sin recurrir a la violencia.

Internacionalista