El inglés Herbert Read (1893-1968), teórico de arte y pensador desde un planteamiento filosófico, cita a Albert Camus en su libro Anarquía y orden, como novelista y filósofo que reflexionaba sobre el absurdo de la existencia. En este sentido, al tocar la democracia parlamentaria, un sistema de gobierno de la mayoría, escribe: “Dado que tal mayoría (…) es inevitablemente ignorante, será simple casualidad que eleve al poder delegados de una inteligencia más que mediana”. Este autor concluye: “Las revoluciones, como a menudo se ha señalado, nada cambian: o más bien, sustituyen simplemente a un conjunto de amos por otros”.

Recuerdo que en 1966 pregunté en clase de sociología: si un grupo o clase social hace una revolución, ¿es para ocupar el lugar de los despojados, y si es así, volvemos a lo mismo, unos sobre otros? (Según la teoría marxista de la lucha de clases.) El profesor dudó un instante, pero en seguida me confirmó la veracidad del pensamiento. Más tarde me enteraría de que en la URSS, aquel experimento del marxismo, se entronizó otra clase social que persiguió sin cuartel a sus contrarios.

Desde entonces dudé de la política y, sobre todo, de los políticos que pregonan el cambio con obstinación. Incluso hablan de “transformación”. Transformación no es lo mismo que revolución, que significa derribar lo anterior para imponer un estado de cosas diferente: en este instante el mundo renace y continúa en la eternidad.

Esto último requiere de una carga intolerable de megalomanía del caudillo que la encabeza, que está convencido de que solo él tiene las respuestas; también es, consciente o inconscientemente, solo una estrategia para conseguir y permanecer en el poder. Políticamente, no elude un sentido racista, nacionalista y vengativo. Se habla de transformación, como de una revolución: una vuelta violenta al revés. Destruir lo que se ataca y posesionarse (ganarle, robarle) de su lugar. No en balde también se hablaba de algo muy similar a las transformaciones y revoluciones (siempre nacionalistas, vengativas), en los temibles movimientos que propiciaron la Primera y la Segunda Guerra Mundial del siglo pasado. Ambiciosos proyectos basados en nacionalismos, venganzas, destrucciones y fundaciones o refundaciones de nuevos imperios de mil años.

Por eso son tan sospechosas las revoluciones. Al final, no harán ningún cambio. Un grupo, casi siempre una minoría, desea ganar el poder —y los beneficios que reporta— y lo consigue por la fuerza, o los votos en una democracia. Su propaganda habrá servido solo para ganar adeptos entre la muchedumbre insegura y desinformada. Sus promesas serán siempre, como dicen, “clientelares”. Seducen con promesas vanas para obtener su voto mayoritario. Y la muchedumbre se deja llevar, cree que es tomada en cuenta, aunque sea para un engaño. Por eso se le ha hablado en los términos que quería escuchar. “El pueblo manda y yo obedezco”, vociferan, pero como creen que ellos son la representación del pueblo, ellos dicen y hacen, siempre en nombre del pueblo, lo que les da la gana. Es el efecto del ventrílocuo. El muñeco que habla es el pueblo, pero el que habla por el pueblo es el caudillo que lo manipula.

En los años sesenta mis dudas se anidaban en el partido hegemónico —no dictadura— de ese momento. Cincuenta años después, existe otro partido hegemónico que sigue, como una calca, los mismos pasos. Merecidamente, tiene todas mis dudas.

El hijo del pueblo, del compositor guanajuatense José Alfredo Jiménez, es un homenaje kitsch al pueblo y a su pobreza, conceptos que siempre se anotan juntos: “alejado del bullicio de la falsa sociedad”. Lo kitsch es un producto forzado por la tradición que, de tan vulgar, consigue méritos propios. En Jiménez es gracioso: “Descendiente de Cuauhtémoc / mexicano por fortuna”. ¿Y los otros indios que no eran como Cuauhtémoc (más de 60 etnias en México), o los conquistadores, los pobres y olvidados que hubo muchos, no valdrán lo mismo? No, la ignorancia se petrifica en el centralismo, en la elección de un pueblo entre otros y el de una raza entre otras. Los españoles que originaron el México que conocemos por su historia contemporánea, y que, por lo tanto, son tan “originarios” como los otros mexicanos, no existen, o solo mientras sirvan como espectros del mal.

Pero Jiménez es más auténtico que los políticos kitsch, que gustan de halagar al “pueblo” para conseguir su aplauso y aprobación, de América hispana. Dice en El hijo del pueblo: “Yo compongo mis canciones / pa’ que el pueblo me las cante / y el día que el pueblo me falle / ese día voy a llorar”. Claro que va a llorar, llorar y llorar.

En este nuevo año de 2019, extremada cautela con los nacionalismos, regionalismos, orgullos de raza (así sean de la América india), etcétera, propios de las “transformaciones” y revoluciones, porque estas suelen cambiar, simplemente, a un grupo de amos por otros, como escribió el filósofo Herbert Read.