Percibo una enorme paradoja (por no decir contradicción) en el discurso oficial, cuando por un lado se promete la desmilitarización del país, el respeto a los derechos humanos y la mejora en la calidad de vida de las y los mexicanos y por el otro se presentan iniciativas constitucionales y legales que pretenden crear una Guardia Nacional, restringir los derechos de los servidores públicos de carrera e incrementar los supuestos de procedencia para la prisión preventiva oficiosa. Es precisamente a este último supuesto, al de la prisión preventiva al que me quiero referir en este espacio.
El pasado 28 de noviembre, el Senado aprobó en comisiones un decreto por el que se reforma el artículo 19 de la Constitución con el fin de ampliar el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa. Con las modificaciones propuestas, se considerarán como delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa los delitos de abuso o violencia sexual contra menores, el uso de programas sociales con fines electorales, robo de transporte en cualquiera de sus modalidades, delitos en materia de armas de fuego y explosivos de uso exclusivo del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, delitos en materia de desaparición forzada de personas y desaparición cometida por medios particulares, delitos en materia de hidrocarburos y hechos de corrupción. En la iniciativa se pretende argumentar a manera de dogma que “(…) hay contextos especiales en los que es necesario aplicar un derecho penal más restrictivo que ayude a desincentivar la comisión de un determinado tipo de delitos (…)”. Como si esto fuera verdad, como si hubiera evidencia científica (o cuando menos empírica) para sostener que aumentar el número de personas encarceladas por prisión preventiva oficiosa tendrá un efecto en disminuir el número de víctimas en el país. De hecho los datos, según sostiene México Evalúa, apuntan hacia la dirección opuesta.
La prisión preventiva es una excepción a las garantías de libertad que establece nuestra Constitución y a las medidas cautelares. Es una medida que atenta contra la presunción de inocencia. Al respecto, numerosas organizaciones de la sociedad civil, incluidas entre otras el Instituto de Justicia Procesal Penal, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraría de las Naciones Unidas y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos han insistido en la inconvencionalidad de esta figura, por violar los derechos al debido proceso y la libertad personal, y contravenir los principios del sistema penal acusatorio. Sin embargo, nuestras autoridades han decidido hacer caso omiso de las recomendaciones de la sociedad civil y de los organismos defensores de derechos humanos, proponiendo la ampliación del catalogo de procedencia de esta ineficiente figura bajo el pretexto de luchar contra la impunidad y la delincuencia.
Adicionalmente, es un hecho que el uso generalizado de la prisión preventiva se traduce en violaciones graves de derechos humanos y precisamente por eso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el pasado 9 de enero hizo un llamado al Estado mexicano a abstenerse de adoptar medidas legislativas contrarias a estándares internacionales en materia de prisión preventiva. La CIDH recuerda que la aplicación de la prisión preventiva obligatoria en razón del tipo de delito, constituye no solo una violación al derecho a la libertad personal, sino que convierte a la prisión preventiva en una pena anticipada y constituye una interferencia ilegítima del legislador en las facultades de valoración que competen a la autoridad judicial. Esto último es gravísimo.
En palabras de la misma Comisión, para lograr que el régimen de prisión preventiva sea compatible con los estándares internacionales en la materia, su aplicación debe partir (cuando menos) de la consideración al derecho a la presunción de inocencia, tener en cuenta su naturaleza excepcional y regirse por los principios de legalidad, necesidad y proporcionalidad. Dicho de otra manera, la Comisión es enfática al señalar que la privación de la libertad de una persona imputada debe tener únicamente un carácter procesal y por lo tanto solo puede fundamentarse para evitar razonablemente el peligro de fuga o en su caso impedir el entorpecimiento de las investigaciones.
Ampliar de manera indiscriminada y sin fundamentación los supuestos de procedencia de la prisión preventiva oficiosa implica una regresión al sistema inquisitivo, y no abona a lograr la reinserción social.
La prisión preventiva es una medida que atenta contra la presunción de inocencia.
Si la verdadera intención de nuestros gobernantes es construir y fortalecer el Estado de derecho, es evidente que no se deben adelantar las penas. En un Estado constitucional y democrático de derecho se respetan los derechos humanos, fundamentalmente el derecho a la presunción de inocencia no se sanciona antes de condenar. En un Estado como el nuestro, donde nuestro máximo tribunal se ha dado a la tarea de fortalecer los derechos humanos a partir de importantes criterios interpretativos, el poder legislativo no debe aprobar una reforma contraria a los estándares interamericanos en materia de privación de la libertad y sobretodo que atenta de manera evidente contra la presunción de inocencia, que como es de todos conocido, no es un mero formalismo sino que constituye la garantía judicial más elemental en el ámbito penal.
Con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia —y la enorme legitimidad que le dieron las urnas—, la sociedad esperaba un giro en la estrategia, un enfoque en la prevención, en el combate a la desigualdad, en las raíces del problema y no en continuar con las prácticas que permiten el abuso de autoridad y la ineficacia de los encargados de la investigación y persecución de los delitos. El clamor social por abatir la inseguridad en nuestro país, el profundo dolor que tenemos por las miles de personas desaparecidas, por las víctimas de tortura sistemática, por los feminicidos, etcétera, es una demanda que es fácilmente aprovechable políticamente, pero que es lamentable porque conlleva un riesgo enorme: una sociedad que prefiere perder derechos (en la especie, derechos humanos), a cambio de una promesa de seguridad. Esto ha pasado a lo largo de la historia de la humanidad, Hobbes lo refiere magistralmente en El Ciudadano y en nuestro país “por seguridad” se integran las fuerzas armadas a la lucha contra el crimen organizado; por defender a la sociedad, el Estado se transforma en el Gran Hermano y recurre al espionaje, a las torturas y muchas otras prácticas que violan los derechos humanos.
Es un hecho innegable que la sociedad mexicana sueña con un país más seguro, y que los retos y obstáculos que enfrentan nuestras autoridades para para garantizar la seguridad ciudadana no son menores; sin embargo no existen soluciones mágicas y violentar derechos humanos so pretexto de hacerlo es inadmisible y como sociedad debemos alzar la voz.