Los buenos deseos que acompañaron las festividades de año nuevo se diluyen ante eventos sombríos y desafiantes. Así lo acreditan, entre otros, la ausencia de liderazgos globales creíbles, las tragedias humanitarias y migratorias, el deterioro ecológico, el regreso de la carrera armamentista y la prevalencia de viejas y nuevas tensiones en diferentes lugares del orbe. El orden liberal de la segunda posguerra es insuficiente para facilitar acuerdos, lo que merma la confianza de la comunidad internacional en los espacios de diálogo que, desde 1945 a la fecha, con sus limitaciones y aciertos, han evitado que se desencadene una tercera guerra mundial.

En los cuatro rincones del planeta, se cuestiona el optimismo sobre un futuro mejor. El avance de la pobreza, la incapacidad de la economía de mercado para atender rezagos y derramar beneficios en todos los pueblos, así como las nuevas formas de amenaza a la paz y la seguridad mundiales, ocupan la atención de intelectuales, líderes de opinión, políticos y religiosos de las más diversas denominaciones. Con preocupación, todos aspiran a identificar las herramientas y cursos de acción que permitan distender el estado de cosas y reencaminar la convivencia internacional hacia sendas virtuosas.

Con ese ánimo el 7 de enero último, en su discurso de Año Nuevo al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, el papa Francisco enfatizó la importancia de “trabajar a favor del crecimiento de sociedades pacíficas y reconciliadas, mediante el estímulo al diálogo sereno y constructivo entre los gobiernos”. De dicho discurso, llama la atención el argumento del pontífice de que los desencuentros son resultado de la reacción a una globalización que ha generado tensión en las realidades locales, porque las ha ignorado. En su opinión, la noción “esférica” de la globalización solo sería promisoria si se visualizara con criterios “poliédricos”, es decir, reconociendo que el mundo es multiforme y que debe respetarse la singularidad cultural de los pueblos.

 

Una teología pastoral y revolucionaria, que rechazan por definición los conservadores de adentro y de afuera de la Iglesia.

 

La reflexión de Bergoglio sobre el orbe poliédrico no es nueva; va en línea con las tesis del Concilio Vaticano II y con aquellas de la denominada “teología del pueblo”, que no es otra cosa sino la teología de la liberación aplicada al caso argentino en los tiempos del peronismo. Cabe recordar que esta teología, primero argentina y después latinoamericana, es una forma de resistencia ante la injusticia, que por supuesto busca la salvación escatológica pero también la liberación política de las sociedades. Si se aplica a la realidad internacional, es una teología pastoral y revolucionaria, que rechazan por definición los conservadores de adentro y de afuera de la Iglesia.

El catolicismo, por naturaleza, se contrapone al liberalismo económico, ya que este vulnera los fundamentos éticos de la cultura cristiana y su compromiso con los desheredados. Para muestra basta un botón: el pecado del usurero de la antigüedad es la virtud del empresario de hoy. Quizá por ello, porque es hijo de América Latina, Francisco impulsa esta teología pastoral y revolucionaria, que concibe con visión del sur para atender los conflictos reales del mundo de hoy. El papa, profeta que denuncia la injusticia y pastor que promueve la conversión, está sacudiendo el mundo.

Internacionalista.