El Banco de México acaba de informar que las remesas de mexicanos que trabajan en el extranjero llegó, en 2018, por tercera vez consecutiva, a un nivel récord, al sumar 33,481 millones de dólares. Cantidad que supera las divisas obtenidas por la exportación de petróleo crudo que sumaron 26,512 millones de dólares, en el mismo año. También por estos días, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), señaló que las remesas han aumentado en la región en alrededor de un diez por ciento, y atribuye el incremento, al igual que Banxico, a las amenazas de gravar las remesas y, en general, al beligerante discurso de Donald Trump contra los migrantes.

Por supuesto que ambos organismos tienen razón en cuanto a que los migrantes se esfuerzan por enviar más recursos a sus familias, ante la incertidumbre y las medidas reales que ha aplicado el gobierno estadounidense. Sin embargo, es obvio que sólo abordan los fenómenos de corto plazo, pues las cuantiosas remesas, dan cuenta de la realidad de la multitudinaria migración que no sólo en América sino en Europa y en general  en el mundo ha creado crisis humanitarias de largo alcance.

El éxito de las ofensivas emprendidas por el gran capital de los países industrializados ha dado origen a uno de los problemas más agudos que viven tales países: la llegada de millones de migrantes de los países subdesarrollados.

 

El notable aumento de los flujos migratorios, que se inicia en los setentas y va creciendo cada década hasta hoy, ha movido a los investigadores a sostener que vivimos un “neonomadismo”. Las grandes corrientes migratorias vistas en perspectiva, expresan, desde mi punto de vista, una de las contradicciones más profundas del capitalismo actual.

Hay que recordar que, desde principios de los años setenta, se inicia una crisis estructural en la economía mundial que hasta hoy no ha podido resolverse y que dicha crisis tiene como causa fundamental la caída de la tasa de ganancia del capital. Frente a esa caída, el gran capital, ubicado en los países altamente industrializados, responde con la estrategia de globalización y con el impulso a dos grandes ofensivas, una contra los países subdesarrollados y otra contra los trabajadores de sus propios países y, con mayor fuerza, contra los de los países subdesarrollados. Con el instrumento de las políticas neoliberales y con el arma de la deuda, podría decirse que esas ofensivas han sido exitosas, en cuanto han conseguido una transferencia gigantesca de riqueza desde los países subdesarrollados hacia las naciones hegemónicas y de los trabajadores de todo el mundo hacia los dueños del capital.

Esa transferencia de riqueza ha determinado la ampliación de las brechas de desigualdad en el mundo, con la consolidación de algunos supermultimillonarios y el empobrecimiento generalizado de las clases trabajadoras del mundo. Un empobrecimiento que, desde luego, ha afectado principalmente a las masas de los países subdesarrollados. La pauperización, que ha llegado a niveles de hambre y desesperación, ha obligado a los trabajadores de los países subdesarrollados a emigrar hacia los países hegemónicos, no atraídos por el sueño americano o europeo, sino simple y llanamente en busca de la supervivencia propia y la de sus familias.

De esta realidad surge la contradicción de que es precisamente el éxito de las ofensivas emprendidas por el gran capital de los países industrializados el que ha dado origen a uno de los problemas más agudos que viven tales países: la llegada de millones de migrantes de los países subdesarrollados que ya no encuentran el modo de sobrevivir en sus lugares de orígen.  Aunque las respuestas de Italia, Alemania, España o Estados Unidos presentan diferencias, podría decirse que la actitud general es cerrar las fronteras para los migrantes, pero no hay muros ni políticas migratorias que puedan detener a millones de trabajadores desesperados y sin alternativas, que son resultado de las ofensivas exitosas del gran capital. De esa contradicción profunda dan cuenta los incrementados flujos de remesas.