El martes pasado se conmemoraban por un lado el segundo aniversario de la Constitución de la CDMX y el 112 aniversario de la CPEUM de 1917. En el marco de esta conmemoración el presidente Andrés Manuel López Obrador puso sobre la mesa una nueva Constitución y nadie se inmutó. Basta reparar en la imagen del teatro de la República. Textualmente el presidente dijo que la Constitución está “muy parchada” y que no se debe descartar una nueva, aunque acotó su dicho pues señaló que su gobierno optó por hacer reformas enfocadas a tres aspectos: acabar con la corrupción, combatir la impunidad y defender la democracia; es decir, aclaró que no será durante su administración que se cree una nueva carta magna.
“No hay condiciones —dijo— para elaborar una cuarta Constitución porque tenemos otras tareas, sin embargo, se optó por hacer propuestas de reformas a la actual, que consideramos tienen la misma importancia (…) No debe de descartarse (una nueva), pero podría dejarse para el porvenir. Cuando entreguemos nosotros la estafeta para las nuevas generaciones, ¿por qué no convocar a un nuevo Constituyente y elaborar una cuarta Constitución?”, planteó López Obrador.
Si bien el debate en torno a si es necesaria una nueva constitución no es para nada novedoso, sí resulta preocupante que se plantee de manera aparentemente espontánea en un momento como el que políticamente estamos viviendo actualmente; donde los pesos y contrapesos parecen desdibujarse. Plantear ahora la idea de una nueva Constitución, de una “cuarta Constitución” sin duda nos pone en riesgo de un severo retroceso democrático. Y nuestra centenaria constitución del 17 ha sido tan longeva precisamente porque ha sabido evolucionar y transformarse a través de reformas constitucionales; pero sobretodo porque no ha existido una ruptura político social y su estructura ha sido aceptada mayoritariamente por la sociedad.
La idea de una nueva Constitución no puede quedar al capricho de un gobernante.
Si quisiéramos hablar de un proceso constituyente por la vía pacífica tendría necesariamente que tratarse de un proyecto pactado entre las principales fuerzas políticas, y no la imposición de un proyecto político. La pregunta no es (ni debe ser) únicamente si es necesaria una nueva Constitución, sino la conveniencia de hacerlo.
Me parece que debemos defender precisamente la democracia constitucional, la división de poderes y los derechos humanos. Me parece gravísimo el sometimiento de los poderes públicos a los caprichos y ocurrencias del titular del Ejecutivo.
Hace algunos meses en este mismo espacio publicaba yo un artículo donde precisamente planteaba algunas reflexiones en torno al centenario de nuestro texto constitucional y justamente exploraba algunos cambios que permitirían depurar el texto constitucional, lo reestructurarían y abonarían a un mayor conocimiento e interiorización de lo que es o no constitucional, por parte de la ciudadanía. Todo esto sin necesidad de hablar de una nueva Constitución. Antes al contrario, lo sostuve entonces y lo refrendo hoy: el mecanismo de reforma constitucional es idóneo políticamente y suficiente jurídicamente para lograr los objetivos. Depurar el texto constitucional debe ser la prioridad; no más artículos como el 41 que establece incluso tiempos en radio y televisión. No más regímenes transitorios que se perpetúan en el tiempo. En dicho sentido, abogo por una Constitución sencilla, bien estructurada y que por su claridad se respete, siempre.
La reflexiones a las que me refiero las hice precisamente cuando el hoy titular del Ejecutivo estando en campaña dijo (igual de espontáneo que en esta ocasión) que “deberíamos volver al texto de la Constitución del 17”. Pero tan preocupante una declaración como la otra. Volver al espíritu de los constituyentes de hace 100 años no puede venir a cuento en 2019 pero sugerir de manera irreflexiva que es necesaria una nueva Constitución tampoco. Ambas ideas implican un riesgo para el Estado constitucional y democrático de derecho, ponen en riesgo la protección de los derechos de las personas, sobre todo de aquellas que integran los grupos de atención prioritaria o que históricamente han sido vulneradas y la garantía de que el ejercicio de los poderes públicos se sujete a las formas democráticas.
La idea de una nueva Constitución no puede quedar al capricho de un gobernante.