Desde los primeros foros convocados para organizar el I Congreso Nacional de Investigación Educativa, allá por 1980, integrantes del grupo promotor, entre ellos, Pablo Latapí, anotaban que los productores de conocimiento deberían identificar problemas de la educación nacional. La participación política de los investigadores no habría de ser con marchas ni huelgas, sino razonando y ofreciendo posibles soluciones a esos problemas. Su ambición no incumbiría ejercer poder sino influir en la toma de decisiones.
Pasaron 12 años entre el primero y el segundo congresos. Del de 1993 nació el Consejo Mexicano de Investigación Educativa al parejo de la fundación de centros, institutos y posgrados para investigar los avatares de la educación. Una de las tendencias, no la única, se puede sintetizar en la promoción de un “diálogo informado” entre investigadores y tomadores de decisiones, con todo y que esta última noción no gustaba a muchos; hablábamos de funcionarios, políticos o burócratas, dependiendo del marco de referencia. Pero la intención se mantenía: influir en el diseño y ejecución de programas que —suponíamos— serían en beneficio de la educación.
No obstante que investigadores y académicos entraban a los círculos de la Secretaría de Educación Pública (SEP) como asesores o funcionarios, el primer ejercicio de ese parlamento entre expertos y autoridades de primer nivel fue en 1989, cuando el entonces secretario de Educación Pública, Manuel Bartlett Díaz, convocó a alrededor de dos decenas de investigadores a dialogar frente a frente con los responsables de las dependencias y subordinados suyos. El resultado fue el Programa de modernización educativa del gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Esa experiencia no se institucionalizó, pero la tendencia continuó mediante asesorías y contratos. Muchos investigadores tuvieron ascendiente, aunque sea difícil medir qué tanto calaron.
La influencia de las organizaciones de la sociedad civil (OSC) tardó en llegar. Primero se constituyeron como agencias de apoyo; florecieron docenas de pequeñas asociaciones para ofrecer becas, equipamiento, construcción de espacios o programas de actualización. Hasta que, ya en este siglo, comenzaron a exigir “la tercera silla” para mediar entre la burocracia de la SEP y la del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE). Su acción política fue más clara, la búsqueda de persuasión se manifestó en demandas machaconas y de diferente naturaleza.
La Coalición Ciudadana por la Educación es una asociación civil formada en 2010 por intelectuales, activistas políticos y sociales. Con su campaña, “muévete por la educación”, demandaba: 1) mejorar la calidad de la educación y, 2) cambiar el arreglo político corporativo que afecta de raíz al sistema educativo. Exigía al Estado mexicano —en realidad al gobierno de Felipe Calderón— que en uso de sus atribuciones estableciera un nuevo marco de reglas para superar el acuerdo corporativo y estableciera un modelo democrático y transparente de relaciones laborales. Pudiera decirse que la Ley General del Servicio Profesional Docente satisfizo tal campaña, que también fue de Mexicanos Primero, aunque con sombrero distinto: “padrón de docentes”. El reto luego fue transformar el texto legal en acción política.
La acción política de Mexicanos Primero fue (y es) más drástica, va más allá de la denuncia. Por medio de investigación, propaganda y demandas legales, su efecto es contundente. La Suprema Corte falló a su favor en operaciones jurídicas contra la SEP, la Secretaría de Gobernación (SG), la Secretaría de Hacienda (SHCP) y la Auditoría Superior de la Federación (ASF).
La intervención de Mexicanos Primero incomoda al poder, antes a los gobiernos de Calderón y de Peña Nieto, hoy al de López Obrador; más todavía a las diversas facciones del SNTE. No hace mucho reveló la existencia de más de 14 mil aviadores en la nómina magisterial de Sinaloa. Esta semana anunció que prepara un amparo para que el Poder Judicial anule las prebendas que el gobierno de AMLO y de Silvano Aureoles entregaron a los disidentes de Michoacán.
La intervención de Mexicanos Primero incomoda al poder, antes a los gobiernos de Calderón y de Peña Nieto, hoy al de López Obrador; más todavía a las diversas facciones del SNTE.
Es probable, dados los antecedentes, que la Corte también eche para atrás las minutas firmadas en febrero.
Las OSC hacen política con instrumentos de la misma política, aunque fundamentan sus denuncias en la generación de conocimiento. Los investigadores actuamos en foros y producimos piezas, algunas originales, pero quienes participan en la política lo hacen a título individual. No se nos da mucho lo colectivo ni la acción directa.

Con todo, hoy ya vamos más allá del diálogo informado. La influencia de investigadores, en especial para ejercer la crítica, se manifiesta en la plaza pública, ya no tanto en mesas de intercambio. La semana antepasada, por ejemplo, mis colegas del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la UNAM, arguyeron acerca de “La iniciativa de reforma educativa: voces de la investigación” con el propósito de que los legisladores escuchen el pensamiento sereno de la academia.
A fe mía que las voces de la investigación y de las OSC pasarán a segundo plano. ¡Otra vez a navegar contracorriente! No tenemos una tecnología para influir en las decisiones, menos para ejercer poder. Dudo que diputados y senadores nos presten atención, a menos que, como los colegas de la Red de Educación y Derecho, les ofrezcan un proyecto para la acción.
Acaso la expresión de las facciones del SNTE —más la de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación— no solo tendrán influencia, definirán buena parte de la tecnología del poder de este gobierno en el sistema educativo mexicano.


