La estabilidad en el Mar Negro es crucial para la política internacional. Su condición de puente entre Europa oriental y Asia central lo convierte en una región estratégica, donde se juegan complejos intereses que son relevantes para la paz y la seguridad mundiales. En su cuenca, los países ribereños atestiguan el estira y afloja que genera la creciente presencia aliada y el renovado hegemonismo ruso. En estas condiciones con frecuencia suben tonos diplomáticos y se multiplican tensiones. Así ocurrió el 25 de noviembre del año pasado cuando tres embarcaciones militares ucranianas fueron atacadas por la marina rusa a su paso por el Estrecho de Kerch, en el Mar de Azov.

El antecedente de estas tensiones está en la terminación de la Guerra Fría, la cual propició un notable reacomodo del tablero político global. Ante el vacío de poder generado entonces por la dilución de la influencia soviética, y de sus aliados, en diversas zonas. En las últimas décadas algunos países han venido desplegando su hegemonía con el fin de ocupar esos espacios y ser árbitros regionales. Estas ambiciones, no exentas de riesgo, se articulan alrededor de la presunción de que para mejor defender sus intereses nacionales e influencia internacional deben desplegar un contundente poderío castrense.

La OTAN y Estados Unidos tienen clara la radiografía geopolítica del área; lo mismo ocurre con Rusia, cuya cercanía geográfica invoca para ejercer su hegemonía.

Por lo que hace al Mar Negro, la lógica del nuevo hegemonismo configura situaciones de volatilidad política y militar, con potenciales secuelas en esa y otras zonas del orbe. Así lo indican los denominados conflictos congelados, es decir, aquellos que son resultado de la declaración unilateral de independencia por parte de regiones de algunos países del área, que cuentan con el apoyo de Moscú, pero que carecen de reconocimiento internacional. Tal es el caso de las disputas en Nagorno-Karabakh (Azerbaijan); Transnistria (Moldova) y Abkhazia y Ossetia del Sur (Georgia), donde la mediación de terceros Estados ha confirmado sus limitaciones para solucionar diferendos con grupos rebeldes que estiman que las fronteras de la posguerra fría son arbitrarias y no respetan identidades étnicas.

El equilibrio de poder en la cuenca del antiguo Eúxinus Póntos es débil y no garantiza la paz en el largo plazo. La Organización del tratado del Atlántico Norte (OTAN) y Estados Unidos tienen clara la radiografía geopolítica del área; lo mismo ocurre con Rusia, cuya cercanía geográfica invoca para ejercer su hegemonía. Así las cosas, todo indica que en esa cuenca se ensaya una versión actualizada de las zonas de influencia de la era bipolar, pero en una modalidad más peligrosa, que añade las variables del nacionalismo extremo, el terrorismo y la delincuencia internacional organizada.

El mundo es un polvorín. La narrativa belicosa de las potencias y la nueva carrera armamentista impiden generar ambientes propicios para dialogar y tejer acuerdos. En tan delicadas condiciones debe imponerse la prudencia al impulso en la región marnegrina, de tal suerte que la esperanza de distensión sea una opción diplomática real. En esa promisoria zona, llamada a fraternizar en beneficio de la humanidad, los fantasmas de la guerra deben sucumbir ante los atlantes de la paz que se funda en el desarme y el derecho.